domingo, 24 de marzo de 2013

H. P LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH

LA ARCILLA DE INNSMOUTH
H. P LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH
(terminado por derleth, sobre apuntes de lovecraft,postumamente)

* * *
Los acontecimientos relacionados con el extraño destino de mi
amigo el fallecido escultor Jeffrey Corey —si es que el término
«fallecido» se ajusta a la verdad— se iniciaron a su regreso de
París cuando, en el otoño de 1927, decidió alquilar una casita en la
costa, al sur de lnnsmouth. Corey procedía de una familia de prosapia
que estaba lejanamente emparentada con los Marsh de Innsmouth, si
bien dicho parentesco no le imponía obligación alguna de mantener
relaciones con estos sus parientes. En todo caso, existían ciertos
rumores sobre los solitarios y retraídos March que todavía vivían en
aquella ciudad portuaria de Massachussetts, y lo que en ellos se decía
no era lo más adecuado para inspirar a Corey ningún deseo de
anunciar su presencia en los alrededores.
Fui a visitarle un mes después de su llegada, acaecida en
diciembre de aquel año. Corey era un hombre relativamente joven, pues
todavía no había cumplido los cuarenta, y medía seis pies de estatura.
Tenía un cutis fino y lozano, exento de todo ornamento capilar, pero
llevaba el pelo bastante largo, según era entonces costumbre entre los
artistas del Barrio Latino de París. Poseía unos ojos azules muy
enérgicos y un rostro anguloso de mandíbula prominente que destacaba
en cualquier grupo de gente, y no sólo por su penetrante mirada, sino
también por el hecho insólito de que, debajo de la barbilla y de las
orejas y en la zona adyacente del cuello, tenía la piel anormalmente
gruesa y surcada de arrugas duras y entrelazadas. No era feo y sus
correctas facciones poseían una extraña cualidad hipnótica que solía
fascinar a quienes lo conocían por primera vez. Cuando fui a visitarle,
estaba bien instalado y había empezado a trabajar en una estatua de
Rima, la Mujer-Pájaro, que prometía convertirse en una de sus mejores
obras.
Tenía almacenadas provisiones para un mes, que habla ido a
comprar en Innsmouth, y le encontré más locuaz que de costumbre,
sobre todo acerca de sus lejanos parientes de esta ciudad, donde se
hablaba no poco de ellos, aunque tampoco abiertamente, en tiendas y
establecimientos públicos. Por reservados e insociables, los Marsh
despertaban cierta curiosidad natural en sus convecinos, y como esta
curiosidad nunca había quedado satisfecha del todo, se habla ido
formando en torno a ellos un cúmulo impresionante ‘de leyendas y
habladurías que se remontaban hasta cierta generación pasada, notable
esta por haberse dedicado al tráfico marítimo con las islas del Pacífico
meridional. Lo que se comentaba de ellos era demasiado vago y no
significaba nada para Corey, pero contenía tales insinuaciones sobre
horrores desconocidos que mi amigo confiaba en poder algún día
enterarse más a fondo. No es que él estuviera obsesionado con el tema,
sino que ——según explicó— se hablaba tanto de ello en el pueblo que
era prácticamente imposible ignorarlo.
Me dijo también que pensaba hacer una exposición para tantear
el mercado, hizo referencia a varios amigos de Paris y a sus años de
estudio en dicha capital, disertó brevemente sobre el vigor de las
esculturas de Epstein y comentó la alborotada situación política del
país. Cito estos temas de conversación para dejar patente que Co-rey
estaba perfectamente normal cuando le visité por primera vez tras su
regreso de Europa. Por supuesto, en Nueva York le había visto
fugazmente cuando llegó, pero no había hablado con él largo y tendido
como en aquel diciembre de 1927.
Antes de volver a verle, o sea, en el mes de marzo siguiente, recibí
una carta suya bastante asombrosa, cuyo meollo iba contenido en el
último párrafo, al cual parecía conducir, como a una apoteosis final, el
resto de la misiva.
«Quizá te hayas enterado por la prensa de ciertos hechos que han
ocurrido aquí en Innsmouth hace un mes. No tengo una información
clara de lo sucedido, pero tiene que haberse publicado en algún
periódico, aunque no desde luego en los de Massachussetts, que lo han
silenciado por completo. Lo único que he podido averiguar del asunto es
que se presentó en la ciudad un nutrido grupo de oficiales federales de
algún tipo y se llevaron a varios ciudadanos, entre ellos a algunos de
mis parientes, aunque no te sé decir a quiénes, pues todavía no me he
preocupado de enterarme ni siquiera de cuántos son. O eran, que
también puede ser. Lo que he podido averiguar en Innsmouth se refiere
a ciertos negocios montados con las islas del Pacífico, a los que
evidentemente se dedicaba todavía alguna compañía naviera de la
ciudad, por muy raro que esto pueda parecer, ya que los muelles están
prácticamente abandonados y además ya no sirven para los barcos de
ahora, que suelen tocar en puertos mayores y más modernos. Aparte
las razones que hayan motivado esa acción federal, está el hecho
indiscutible —y de mayor importancia para mí, como pronto verás— de
que, coincidiendo con la operación de Innsmouth, aparecieron varios
buques de guerra no muy lejos de la costa, en las cercanías del llamado
Arrecife del Diablo, y allí ¡arrojaron numerosas cargas de profundidad!
Las explosiones removieron de tal manera los fondos marinos que poco
después las mareas fueron trayendo a la orilla toda clase de residuos,
entre ellos una arcilla azul muy especial. A mí me recuerda mucho a
una arcilla de ese color que se podía encontrar en algunas zonas del
interior del país y que solía usarse para hacer ladrillos, sobre todo hace
años, cuando todavía no había métodos más modernos de fabricación.
Bueno, lo que importa es que cogí toda la arcilla que pude, antes de que
el mar se la volviera a llevar, y que me he puesto a modelar con ella una
figura completamente distinta de otras esculturas mías. La titulo
provisionalmente «Diosa Marina» y estoy entusiasmado porque promete
mucho. Cuando vengas la semana que viene, estoy seguro de que te
gustará todavía más que mi Rima.
Contrariamente a sus suposiciones, sin embargo, la nueva
estatua de Corey me produjo una extraña repulsión desde el primer
momento que la vi. Representaba una figura esbelta, excepto en su
estructura pélvica, que a mí me pareció demasiado pesada, y Corey
había decidido dotarla de membranas entre los dedos de los pies.
—¿ Por qué? — le pregunté.
—Pues no sé bien por qué —contestó-. La verdad es que no lo
tenía planeado, pero me salió así.
—-¿Y de esas especies de grietas en el cuello? ——me refería a
una zona que parecía haber sido retocada recientemente.
Se rió con cierto embarazo y asomó a sus ojos una extraña
expresión.
—También a mi me gustaría poder darte una explicación
satisfactoria de esas señales — dijo— La verdad es que ayer por la
mañana, al levantarme, descubrí que había debido levantarme en
sueños y ponerme a trabajar, pues ahí en el cuello, debajo de las orejas,
en ambos lados, había como unas grietas que parecían..., bueno, que
parecían branquias. Ahora estoy arreglando el estropicio.
—-Quizá le vayan bien las branquias a una «diosa marina» —
opiné.
—Yo creo que se las he debido poner en sueños por lo que oí
anteayer en Innsmouth, que fui a comprar algunas cosas que me
hacían falta. Nuevas habladurías sobre el clan de los Marsh. Según se
decía, parece que algunos miembros de la familia vivían encerrados por
propia voluntad a causa de ciertas deformidades físicas relacionadas
con una leyenda que también tenía que ver con ciertos indígenas de las
islas del Pacífico. Es el típico cuenta fantástico que la gente ignorante se
apropia y embellece a su gusto, aunque reconozco que éste es distinto
de casi todos, pues lo normal es que se ajusten a un esquema moral
judeo-cristiano. Por la noche soñé con esas historias y evidentemente
me levanté sonámbulo y plasmé parte del sueño en mí «Diosa Marina».
Aunque me pareció bastante extraño, no hice más comentarios sobre el
incidente. Lo que decía Corey parecía lógico y me interesaban mucho
más las tradiciones populares de Innsmouth que los desperfectos
sufridos por la «Diosa Marina».
Además me desconcertó un tanto la visible preocupación que
advertí en Corey. Mientras charlábamos del tema que fuera, se le veía
animado y normal, pero no pude por menos de observar que, en cuanto
se hacía un silencio en la conversación, él se quedaba pensativo y
ausente, como si tuviera algo in mente de lo que no se atrevía a hablar;
algo que le producía una angustia indefinida, pero de lo cual no sabía
nada a ciencia cierta, o por lo menos tan poco que prefería no
expresarlo verbalmente. Pero la preocupación se le manifestaba de
diversos modos: en la mirada distante, en expresiones fugaces de
desconcierto, en furtivas miradas a la lejanía del mar, en que al hablar
paseaba inquieto de un lado a otro, en su forma de eludir el tema, como
si aún le quedara mucho que reflexionar sobre él.
Luego he pensado que debería haber tomado entonces la
iniciativa de explorar esta su preocupación que tan manifiesta me
resultaba, pero no lo hice. Me pareció que no era asunto mío y que
hacerle más preguntas sobre el tema equivaldría a invadir su intimidad.
Aunque éramos amigos desde hacía mucho tiempo, pensé que yo no
tenía ningún derecho a meterme en una cuestión que sólo le incumbía a
él. Además, él no me dio pie para hacerlo.
Como supe más adelante, cuando Corey ya había desaparecido y
yo tomado posesión de sus bienes -según él mismo había dejado
dispuesto en un documento redactado al efecto—, fue por esta época
cuando él empezó a garabatear extrañas anotaciones en un diario que
llevaba y que hasta entonces sólo le había servido para apuntar ideas y
detalles relativos a su trabajo. Cronológicamente, es en este punto de la
secuencia de hechos acaecidos durante los últimos meses de Jeffrey
Corey donde deben insertarse dichas extrañas anotaciones.
«7 marzo. Esta noche, sueño rarísimo. Algo me impulsó a bautizar
a la “Diosa Marina”. Esta mañana me encuentro la pieza húmeda en
cabeza y hombros, como si lo hubiera hecho yo. Arreglo el desperfecto
como si no tuviera más remedio que hacerlo, aunque tenía pensado
embalar a Rima. Me preocupa lo compulsivo del asunto. »
«8 marzo. Sueño que voy nadando en compañía de hombres y
mujeres qué parecen sombras. Cuando les he visto las caras me han
parecido demasiado familiares, como si las hubiera visto alguna vez en
un álbum antiguo. Hoy, en el drugstore de Hammond, escucho taimadas
insinuaciones y sugerencias grotescas sobre los March, como
siempre. Cuentan que el bisabuelo Jethro vive en el mar. ¡ Y tiene
branquias! Lo mismo dicen de algunos Waite , Gilman y Elliot. Me
acerco a la estación de ferrocarril a preguntar una cosa y oigo la misma
historia. Los nativos llevan decenios alimentándose del tema.»
«10 marzo. No cabe duda de que me he vuelto a levantar en
sueños, pues han aparecido unas leves modificaciones en la “Diosa
Marina”. También tiene señales como de que alguien la hubiera rodeado
con los brazos. Ayer la estatua estaba seca y esas señales habría que
haberlas hecho con un cincel. Pero parece como si las hubieran
imprimido en arcilla blanda. Toda la obra estaba húmeda esta mañana.»
« 11 marzo. Experiencia nocturna realmente extraordinaria. Quizá
el sueño más intenso de toda mi vida, por lo menos el más erótico. Casi
no puedo todavía acordarme de él sin excitarme. He soñado que una
mujer desnuda se me metía en la cama, cuando yo ya estaba acostado,
y se quedaba allí hasta el amanecer. Ha sido una noche de amor (o tal
vez sea más correcto decir de lujuria) como no había conocido desde
Paris. ¡Y tan real como aquellas noches del Barrio Latino! Quizá
demasiado real, porque me he levantado exhausto. Además, he debido
tener un dormir muy inquieto, porque la cama estaba completamente
deshecha.»
«12 marzo. Idéntico sueño. Exhausto.»
« 13 marzo. Vuelvo a soñar que nado. En las profundidades del
mar. Al fondo del abismo, una ciudad. ¿Ryeh, R’lyeh? ¿Algo llamado
“Gran Thooloo”? »
De estos sueños, de estos extraños asuntos, apenas habló Corey
cuando estuve visitándole en marzo. Yo le había encontrado un poco
tenso y él lo achacó a que no dormía muy bien. Dijo que no descansaba,
por pronto que se acostara. También me preguntó entonces si había
oído alguna vez las palabras «Ryeh» o «Thooloo» y yo, naturalmente, le
contesté que no. Sin embargo, al segundo día de estar allí tuve ocasión
de volverlas a oír.
Habíamos ido a Innsmouth, lo cual suponía un paseíto en coche
de unas cinco millas, y no tardé en darme cuenta de que el verdadero
motivo de ir no era comprar provisiones, como me había dicho Corey.
Estaba clarísimo que Corey iba de caza. Sin duda había decidido
averiguar todo lo que pudiera de su familia y, con esta finalidad,
recorrió diversos puntos de la población, desde el drugstore de Ferrand
hasta la biblioteca pública, cuyo anciano bibliotecario mostró una
extraordinaria reserva en lo tocante a las viejas familias de Jnnsmouth
y alrededores. Sin embargo, mencionó los nombres de dos viejos de la
localidad que habían conocido a algunos Marsh, Gilman y Waite de su
época. Era posible encontrarlos a cualquier hora en cierto bar de
Washington Street.
Por muy deteriorado que estuviese, Innsmouth es la clase de
pueblo que fascina inevitablemente a todo el que se interesa por la
arqueología y la arquitectura, pues tiene más de cien años y la mayoría
de sus edificios —exceptuando los del barrio de los negocios— datan de
muchos decenios antes del cambio de siglo. Aunque muchos de ellos
estaban desiertos y algunos incluso en ruinas, los rasgos
arquitectónicos de las casas reflejan una cultura desaparecida hace ya
tiempo de la escena americana.
A medida que nos acercábamos a la zona portuaria, por
Washington Street, se veían más pruebas evidentes de la reciente
catástrofe. Había edificios en ruinas -«dinamitados por los federales,
según me han contado», dijo Corey—— y nadie se había esforzado
mucho en arreglar los desperfectos, pues todavía quedaban bocacalles
totalmente bloqueadas por los escombros. Ya en los muelles, parecía
que habían destruido una calle entera, por lo menos toda una fila de
viejos edificios que en su día habían servido de almacenes del puerto,
aunque hacía mucho tiempo que estaban abandonados. Al acercarnos a
la orilla del mar, todo lo invadió un hedor empalagoso y nauseabundo
de claro origen marino. Era más intenso que el olor a pescado podrido
que se produce a veces en las aguas estancadas de la costa, o también
del interior.
Según Corey, la mayoría de los almacenes volados había sido
propiedad de Marsh; se había enterado en el drugstore de Ferrand. En
realidad, los miembros de las familias Waite, Gilman y Llliott habían
sufrido muy pocas pérdidas. Casi toda la fuerza de la expedición federal
había recaído sobre las propiedades de los Marsh. Sin embargo, había
sido respetada la Marsh Refining Company, que se dedicaba a
manufacturar lingotes de oro y todavía daba empleo a algunos de los
lugareños que no vivían de la pesca. Pero la Marsh Refining Company
ya no dependía directamente de ningún miembro del clan Marsh.
El bar — cuando por fin llegamos—— era del siglo pasado y
resultaba evidente que en él no se había introducido ninguna mejora
desde entonces. Detrás del mostrador había un individuo desaliñado
leyendo el Arkham Advertiser, y en la barra, al fondo, había un par de
viejos sentados, uno de ellos dormido.
Corey pidió una copa de brandy y yo otra.
El hombre del mostrador no disimuló su cauto interés hacia
nuestras personas.
—¿Seth Akins? —preguntó Corey.
El hombre señaló con la cabeza a su parroquiano dormido.
-¿Qué suele beber? ——volvió a preguntar Corey.
-De todo.
Póngale otro brandy.
El tabernero sirvió el brandy en una copa mal lavada y la depositó
en el mostrador. Corey la llevó hasta donde estaba el viejo dormido, se
sentó junto a el y le despertó.
—Bébase una copa conmigo —le invitó.
El viejo levantó la vista, revelando un rostro hirsuto y unos ojos
legañosos bajo la mata de pelo enmarañado y cano. Vio el brandy, lo
cogió, con sonrisa incierta, y se lo bebió.
Corey empezó a interrogarle como si sólo pretendiera charlar un
rato con un viejo habitante de Innsmouth. Al principio se refirió en
términos generales al pueblo y a la comarca que se extendía a su
alrededor entre Arkham y Newburyport. Akins habló con entera
libertad. Corey le invitó a otra copa y luego a otra.
Pero la locuacidad de Akins desapareció en cuanto Corey le
mencionó a las antiguas familias, especialmente a los Marsh. El viejo
adoptó una actitud claramente cautelosa y de vez en cuando lanzó
fugaces miradas a la puerta, como si le hubiera gustado escapar de la
situación. Corey, sin embargo, le apretó bien las clavijas y Akins
terminó por ceder.
—Bueno, supongo que ya no importa hablar ——dijo por fin—.
Casi todos los Marsh se han ido desde que vinieron los federales hace
un mes. Y nadie sabe adónde, pero no han vuelto. ——El viejo empezó a
irse por las ramas, pero por fin, después de muchos circunloquios,
abordó el tema del comercio con las Indias orientales——: El que
empezó el negocio fue el capitán Obed Marsh, que algo se traía entre
manos con aquellos indios orientales. Se trajeron algunas mujeres de
allí y las tenían en la casa grande que había construido. Y después, a
los jóvenes Marsh, se les puso esa pinta extraña y les dio por irse
nadando al Arrecife del Diablo y se estaban allí horas enteras y no es
normal pasar tanto tiempo bajo el agua. El capitán Obed se casó con
una de esas mujeres y los jóvenes Marsh se fueron a las Indias
orientales y trajeron más. El negocio de los Marsh no se vino abajo
como otros. Los tres barcos del capitán Obed, que eran el bergantín
Columbia, el pailebote Sumatra Queen y otro bergantín, el Hetty,
navegaron por los océanos sin sufrir un solo accidente. Y esa gente, o
sea, los orientales y los Marsh, empezaron una especie de religión nueva
que la llamaban Orden de Dagón. Y se hablaba mucho de ellos en
voz baja y de lo que pasaba en sus reuniones, y los jóvenes, bueno, a lo
mejor se perdieron, pero el caso es que nadie los volvió a ver. Y luego, ya
sabe, pues por entonces se habló mucho de sacrificios, o sea humanos,
pero no desapareció ningún Marsh ni Gilman ni Waite ni Ellioth, o sea,
que ninguno de ellos se perdió o lo que fuera. Y también se
murmuraban cosas de un sitio llamado «Ryeh» y de algo llamado «Thooloo
», que para mi tienen que ver con ese tal Dagón....
Al llegar a este punto, Corey le interrumpió para aclarar este
particular, pero el viejo no supo contestarle y yo no comprendí hasta
después el motivo del súbito interés de Corey.
Akins prosiguió:
-La gente no quería tener que ver con los Marsh ni con los otros
tampoco. Pero a los Marsh es a los que más se les había puesto esa
pinta extraña. Algunos se pusieron tan terribles que no los sacaban de
casa sino de noche, y se pasaban todo el tiempo nadando en la mar.
Nadaban como peces, según decían, que yo no lo vi. Ya la gente, de
estas cosas ni hablaba, porque vimos que el que hablaba demasiado
desaparecía como aquellos jóvenes y nunca se volvía a saber de él.
El capitán Obed aprendió muchas cosas en Ponapé, que se las
enseñaron los canacos, y eran cosas sobre unos que los decían «los
profundos», que vivían debajo del agua. Y se trajo toda clase de
figurillas y tallas que representaban peces y otras cosas marinas que no
eran peces y que Dios sabe lo que eran.
—¿Qué hizo con esas tallas? —intervino Corey.
—Las que no llevó al Templo de Dagón, las vendió. Y a buen
precio, que ya lo creo que se las pagaron bien. Pero ya no quedan. Y
tampoco hay ya Orden de Dagón y no se ha vuelto a ver a los Marsh por
estos alrededores desde que dinamitaron los almacenes. Y no los arrestaron
a todos, no señor. Dicen que los Marsh que quedaban se fueron a
la orilla de la mar y se metieron en el agua y se ahogaron —-el viejo
soltó una carcajada áspera——, pero nadie ha visto ningún cadáver de
los Marsh, ningún cuerpo ha aparecido en la orilla.
Al llegar a este punto de la narración, ocurrió un incidente
verdaderamente singular. De pronto, el viejo se fijó en mi compañero,
abrió los ojos desmesuradamente, dejó caer la quijada y le empezaron a
temblar las manos. Durante unos instantes quedó como congelado en la
misma postura. Pero al momento se bajó del taburete, giró y corrió
tambaleándose a la calle con un grito largo y desesperado que pronto
fue barrido por el viento invernal.
Decir que quedamos asombrados seria poco. La súbita huida de
Seth Akins había sido tan inesperada que Co-rey y yo nos miramos
atónitos. No fue sino algún tiempo después cuando se me ocurrió que la
supersticiosa mente de Akins debía haber flaqueado al ver las extrañas
arrugas que tenía Corey en el cuello, debajo de las orejas. En el curso
del diálogo con el viejo, la gruesa bufanda con que Corey se protegía del
frío viento de marzo se había ido aflojando y, por fin, se había escurrido
del todo, dejando a la vista esa zona de piel espesa y como agrietada
que siempre había formado parte del cuello de Jeffrey Corey dándole
cierta apariencia de vejez.
No se me ofreció ninguna otra explicación, pero no se la mencioné
a mi amigo por no alterarle más, que bastante lo estaba ya.
¡Vaya galimatías! -exclamé cuando nos vimos de nuevo en Washington
Street.
Corey afirmó con la cabeza, pero me di cuenta de que algunos
aspectos de la narración del viejo le habían impresionado, y no
gratamente por cierto. Consiguió sonreír sin ningún entusiasmo y,
como respuesta a mis ulteriores comentarios, se limitó a encogerse de
hombros, como si no quisiera hablar de lo que habíamos oído contar a
Akins.
Durante toda la velada estuvo llamativamente silencioso y
preocupado. Recuerdo que me sentí algo molesto al notar que no quería
compartir conmigo la carga secreta que le abrumaba. Pero,
naturalmente, sospecho que sus propios pensamientos le debían
parecer tan fantásticos e increíbles que prefirió no comunicármelos por
si hacía el ridículo ante mí. Así, pues, tras hacerle varias preguntas de
tanteo y comprobar que las eludía, no volví a tocar el tema de Seth
Akins y las leyendas de Innsmouth.
A la mañana siguiente regresé a Nueva York.
Nuevas citas textuales del Diario de Jeffrey Corey
« 18 marzo. Esta mañana me despierto convencido de que no he
dormido solo. Señales en almohada y cama. Habitación y cama muy
húmedas, como si una persona empapada se hubiera acostado junto a
mí. Sé intuitivamente que era una mujer. ¿Pero cómo? Me asusta
pensar que la locura de los Marsh se esté empezando a apoderar de mí.
Pisadas en el suelo.»
«19 marzo. ¡Ha desaparecido la “Diosa Marina”! La puerta está
abierta. Durante la noche ha debido entrar alguien y llevársela. El
dinero que le puedan dar por ella no compensa el riesgo. No se han
llevado nada más.»
«20 marzo. Me he pasado la noche soñando todo lo que dijo Seth
Akins. ¡He visto al capitán Obed en el fondo del mar! Ancianísimo. ¡Con
branquias! Buceaba hasta muy por debajo de la superficie del Atlántico,
más allá del Arrecife del Diablo. Muchos más, hombres y mujeres. ¡El
aspecto inconfundible de los Marsh! ¡Oh, el poder y la gloria! »
«21 marzo. Noche del equinoccio. Un dolor pulsátil en el cuello
durante toda la noche. No he podido dormir. Me he levantado y he dado
un paseo hasta el mar. ¡Cómo me atrae el mar! Nunca me había dado
cuenta como ahora. Y, sin embargo, recuerdo que ya de niño — ¡y en
mitad del continente! — me gustaba jugar a que oía el sonido del mar,
el romper de las olas, el silbido del viento sobre las aguas. Todavía me
queda una sensación tremenda de que algo va a pasar.»
Con esta misma fecha —21 de marzo— me escribió Corey su
última carta. En ella no decía nada de los sueños, pero sí del dolor del
cuello:
«No es de la garganta, eso está claro. No me cuesta tragar. Parece
que el dolor se localiza en esa zona de piel gruesa, o rugosa, o agrietada,
como quieras llamarla, que tengo debajo de las orejas. Pero no te lo
puedo describir. No es como el dolor de una tortícolis, o de una
rozadura, o de un golpe. Es como si la piel se me fuera a romper hacia
fuera, pero al mismo tiempo llega hasta muy hondo. Y, además, no
puedo quitarme de la cabeza que esta a punto de pasarme algo. Algo
que temo y deseo a la vez. Me obsesiona un concepto que yo denomino,
a falta de otras palabras, conciencia ancestral. »
Le contesté aconsejándole que fuera a un médico y prometiéndole
que iría a visitarle a primeros de abril.
Pero para entonces Corey había desaparecido.
Había pruebas de que había bajado a la orilla y penetrado en el
océano, aunque no era posible determinar si su intención había sido la
de nadar o la de quitarse la vida. Se descubrieron huellas de sus pies
desnudos en lo que quedaba de aquella extraña arcilla arrojada en
febrero por el mar, pero no había pisadas de vuelta. No había dejado
ningún mensaje de despedida, pero sí instrucciones para mí sobre la
forma de disponer de sus efectos. Me nombraba administrador de sus
bienes, lo que parecía indicar que tampoco él debía tenerlas todas
consigo.
Se buscó el cuerpo de Corey —aunque sin gran entusiasmo— a lo
largo de la costa, lo mismo a un lado que a otro de Innsmouth, pero la
búsqueda resultó infructuosa. Al presidente del comité de encuesta no
le fue difícil dictaminar que Corey había hallado la muerte por
imprudencia.
La reseña de los hechos que parecen relacionados con el misterio
de esta desaparición no debe finalizarse sin añadir un sucinto relato de
lo que vi en el Arrecife del Diablo el día 17 de abril, al atardecer.
Era un crepúsculo apacible. El mar parecía un espejo y no corría
ni un soplo de viento. Yo estaba terminando de arreglar los asuntos de
Corey y me apeteció remar un rato en el mar. Las habladurías relativas
al Arrecife del Diablo me llevaron inevitablemente hacia lo que quedaba
de él: unas pocas rocas melladas y rotas que sobresalían de la
superficie, cuando la marea estaba baja, a una milla larga del pueblo.
El sol se había puesto, por el cielo de occidente se extendía un
suave resplandor y el mar tenía un color cobalto profundo hasta donde
alcanzaba la vista.
Acababa de llegar al arrecife cuando se produjo un gran alboroto
en el agua. La superficie marina se quebró en muchos lugares. Me
detuve y permanecí inmóvil, esperando que una escuela de delfines
emergiera de un momento a otro y disfrutando anticipadamente del
espectáculo.
Pero no eran delfines. Eran ciertos moradores del mar de cuya
existencia yo no tenía conocimiento. Realmente, a la menguante luz del
crepúsculo, los escamosos nadadores parecían peces humanos. Excepto
una pareja, los demás permanecieron alejados del bote donde yo estaba.
Aquella pareja —una hembra de extraño color arciloso y un
macho— llegaron a acercarse bastante al bote, desde donde yo los
miraba con una mezcla de sentimientos a la que no era ajena esa clase
de terror que hunde sus raíces en un profundo temor a lo desconocido.
Pasaron nadando cerca de mí, emergiendo y sumergiéndose, y cuando
se alejaban, el más claro de piel se volvió hacia mí y me dirigió una
mirada deliberada mientras emitía un extraño sonido gutural que no
dejaba de guardar cierta semejanza con mi nombre: « ¡Jack! » Me quedé
con la clara e inconfundible convicción de que aquella criatura marina
con branquias tenía la cara de Jeffrey Corey.
Todavía sueño con ella.
 




INTRODUCCION A : " LOS MITOS DE CTHULHU " // LOVECRAFT - DERLETH



«Todas mis historias —escribió H. P. Lovecraft—, por inconexas que parezcan, se basan en el saber o leyenda fundamental de que este mundo estuvo habitado en un tiempo por otra raza que, al practicar la magia negra, perdió su posición establecida y fue expulsada, pero que vive en el exterior, dispuesta siempre a tomar posesión de esta Tierra nuevamente.» Cuando tal esquema se hizo evidente a los lectores de Lovecraft, particularmente en los relatos que siguieron a la publicación de La llamada de Cthulhu, en Weird Tales, febrero de 1928, los corresponsales y colegas de Lovecraft denominaron al conjunto «los Mitos de Cthulhu», aunque el propio Lovecraft nunca lo designó así.
Es innegable que existe en la concepción de Lovecraft una similitud fundamental con los mitos cristianos, especialmente con el de la expulsión de Satanás del Paraíso y el poder del mal. Pero cualquier examen de las historias de los Mitos revela también ciertos paralelos no imitativos con otros esquemas míticos y con obras de otros escritores, particularmente de Poe, Ambrose Bierce, Arthur Machen, lord Dunsany y Robert W. Chambers, que proporcionaron a Lovecraft claves muy provechosas, aunque él sólo admitió haber sacado de lord Dunsany la «idea del panteón artificial y el fondo mítico representado por Cthulhu, Yog-Sothoth, Yuggoth, etc.»; no obstante, lo único que sacó de la obra de lord Dunsany fue la idea, ya que ninguna de las principales figuras de los Mitos tiene existencia en los escritos de Dunsany, si bien aparecen ocasionalmente nombres de lugares dunsanianos en los cuentos de Lovecraft.
Tal como Lovecraft concibió las deidades o fuerzas de sus Mitos, estaban, inicialmente, los Dioses Arquetípicos, ninguno de los cuales, salvo Nodens, Señor del Gran Abismo, es designado con su nombre; estos Dioses Arquetípicos eran deidades benévolas, representaban las fuerzas del bien y vivían en o cerca de Betelgeuse, en la constelación de Orion, decidiéndose muy raramente a intervenir en la incesante lucha entre los poderes del mal y las razas de la Tierra. Estos poderes del mal eran conocidos como los Primigenios o Primordiales, aunque esta última denominación es aplicada en la ficción, especialmente a la manifestación de uno de los Primordiales en la Tierra. A diferencia de los Arquetípicos, los Primordiales son citados por sus nombres y hacen espantosas apariciones en algunos de los cuentos. Por encima de ellos está el dios ciego e idiota Azathoth, «ciego amorfo de la más baja confusión que blasfema y burbujea en el centro de toda infinitud». Yog-Sothoth, el «Todo-en-lo uno y Uno-en-el-todo», comparte el dominio de Azathoth y no está sujeto a las leyes del tiempo y el espacio. Nyarlathotep, que es probablemente el mensajero de los Primordiales, el Gran Cthulhu, que mora en R'lyeh, la ciudad que se oculta en las profundidades del mar; Hastur el Innombrable, semihermano de Cthulhu, que ocupa el aire y los espacios interestalares, y Shub-Niggurath, «el cabrón negro de los bosques con sus mil jóvenes», completan la lista de los Primordiales, tal como fue concebida originalmente. Los paralelos en la ficción macabra son evidentes, ya que Nyarlathotep corresponde al elemento terreno, Cthulhu al elemento acuático, Hastur al aéreo, y Shub-Niggurath es la concepción lovecraftiana del dios de la fertilidad.
A este grupo original de Primordiales, Lovecraft añadió posteriormente otras muchas deidades, aunque por lo general de .................................................................................................................



H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH
LA VENTANA EN LA BUHARDILLA

I
Me trasladé a casa de mi primo Wilbur cuando aún no había pasado un mes
desde su inesperada muerte. Lo hice no sin cierto recelo, pues no me agradaba
demasiado la soledad del valle entre montañas del Aylesbury Pike. Pero me
parecía bastante lógico que esa propiedad de mi primo favorito hubiese recaído
sobre mí. Cuando aún no era propiedad de los Wharton, la casa había estado
sin habitar durante mucho tiempo. No había sido utilizada desde que el nieto
del campesino que la había construido se marchó a la ciudad de Kingston, en la
costa, y mi primo la compró a aquel heredero disgustado con el tipo de vida
que llevaba en esa triste y agotada tierra. Fue algo imprevisto, como solían
hacer las cosas los Akeley: impulsivamente.
Wilbur había sido estudiante de arqueología y antropología durante muchos
años. Se había licenciado en la Universidad de Miskatonic, en Arkham, e
inmediatamente después pasó tres años en Mongolia, Tíbet, Sinkiang, y otros
tres en América del Sur, América Central y la parte suroeste de Estados Unidos.
Había venido personalmente a dar la respuesta a una proposición que le
hicieron para formar parte del profesorado de la Universidad de Miskatonic,
pero en lugar de eso, se compró la vieja finca de los Wharton y se dedicó a
repararla: tiró todas las alas con excepción de una, y dio a la estructura central
una forma todavía más extraña que la que había adquirido a lo largo de las
veinte décadas de su existencia. Pero ni siquiera yo tuve plena conciencia del
alcance de estas reformas hasta que tomé posesión de la casa.
Fue entonces cuando me di cuenta de que Wilbur sólo había dejado sin alterar
uno de los laterales de la casa, había reconstruido por completo la fachada y la
parte posterior, y había acondicionado una habitación en el desván del ala sur
de la planta baja. La casa había sido en principio de una planta, con un enorme
desván, que sirvió en su época para llenarse de todo tipo de bártulos de la vida
rural de Nueva Inglaterra. En parte había sido construida con troncos; y ese tipo
de construcción lo había dejado Wilbur tal cual, lo que demostraba el respeto de
mi primo por la artesanía de nuestros antepasados de estas tierras: la familia
Akeley llevaba en América cerca de doscientos años cuando Wilbur decidió
dejar sus viajes y asentarse en su lugar de origen. El año, si mal no recuerdo, era
1921: no vivió allí más que tres años, de modo que fue en 1924 -el 16 de abrilcuando
me trasladé a la casa para hacerme cargo de ella según disponía el
testamento.
La casa estaba más o menos como la había dejado. No concordaba con el paisaje
de Nueva Inglaterra, ya que a pesar de las huellas del pasado en sus cimientos
de piedra y en los troncos, lo mismo que en la chimenea, había sido tan
renovada que parecía fruto de varias generaciones. La mayor parte de estas
reformas las había hecho Wilbur para su mayor comodidad, pero había un
cambio que me causó extrañeza, y del que Wilbur nunca había dado ninguna
explicación: era la instalación en la zona sur de la buhardilla, de una gran
ventana redonda, con un curioso cristal opaco, del que simplemente había
dicho que era una antigüedad muy valiosa, descubierta y adquirida durante su
estancia en Asia. Se refirió a ella en una ocasión como «el cristal de Leng» y en
otra habló de que «su origen posiblemente se deba a las Híadas». Ninguna de
las dos referencias me aclaraba nada, pero, si he de ser sincero, tampoco estos
caprichos de mi primo me interesaban lo suficiente como para averiguar más.
Pronto deseé, sin embargo, haberlo hecho. En seguida descubrí, una vez
instalado en la casa, que toda la vida de mi primo parecía desenvolverse, no en
las habitaciones centrales del piso de abajo, como sería de esperar, puesto que
eran las más acondicionadas en cuanto a comodidades, sino en torno al cuarto
abuhardillado. Aquí era donde tenía sus pipas, sus libros favoritos, sus discos, y
los muebles más cómodos. Era también aquí donde trabajaba, donde estudiaba
los manuscritos relacionados con su profesión y donde le sorprendió -mientras
consultaba unos volúmenes de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic- la
enfermedad coronaria que acabó con su vida.
O adaptaba mi forma de vida a sus cosas, o adaptaba sus cosas a mi forma de
vida. Decidí esto último. Como primera medida, tenía que restablecer la
disposición adecuada de la casa y vivir de nuevo en las estancias de la planta
baja, ya que, a decir verdad, sentí desde el principio que la buhardilla me
repelía. En parte, cierto, porque me recordaba la presencia de mi primo muerto,
quien nunca mas ocuparía su lugar favorito de la casa, pero también porque la
habitación me resultaba totalmente extraña y fría. Me sentía rechazado como
por una fuerza física que no podía comprender, aunque posiblemente aquel
rechazo se correspondía con mi actitud hacia la habitación a la que no
comprendía, como nunca pude comprender a mi primo Wilbur.
Las reformas que deseaba hacer no eran del todo fáciles. Pronto me di cuenta de
que la vieja ‘guarida’ de mi primo imprimía carácter a toda la casa. Hay quien
piensa que las casas asumen algo del carácter de sus dueños; si la vieja casa
había adquirido algo del carácter de los Wharton, que habían vivido en ella
durante tanto tiempo, sin duda mi primo lo había borrado con sus reformas,
pues ahora parecía hablar fielmente de la presencia de Wilbur Akeley. No era
tanto una sensación opresiva como la molesta convicción de no estar solo, de
ser observado minuciosamente por algo que me era desconocido.
Quizá la responsable de estas fantasías era la propia soledad de la casa, pero me
daba la impresión de que la habitación favorita de mi primo era algo vivo, que
esperaba su regreso, como un animal que no se ha dado cuenta de que la
muerte ha hecho acto de presencia y el dueño a quien espera no volverá jamás.
Quizá debido a esta obsesión presté a aquel cuarto más atención que la que de
hecho merecía. Había retirado de allí algunas cosas, como, por ejemplo, una
cómoda silla; pero algo me impulsó a devolverla a su lugar, como una
obligación emanada de convicciones diversas, y a menudo conflictivas: que esta
silla, por ejemplo, pudiera estar hecha para alguien con diferente constitución a
la mía, y por ello resultaba incómoda a mi persona, o que la luz no fuera tan
buena abajo como arriba, por lo que también devolví a la buhardilla los libros
que había retirado de sus estantes.
Sin lugar a dudas, las características de la habitación eran totalmente diferentes
a las del resto de la casa. La casa de mi primo era en general bastante vulgar, si
se exceptúa esa habitación. La planta baja estaba llena de comodidades, pero
parecía haber sido poco utilizada, con excepción de la cocina. La habitación, en
cambio, estaba bien amueblada, pero de un modo diferente, difícil de explicar.
Era como si la habitación, sin duda un estudio construido por un hombre para
su propio uso, hubiese sido utilizada por innumerables personas, cada una de
las cuales hubiese dejado algo de sí misma dentro de esas paredes, pero sin
ninguna huella identificadora. Sin embargo, yo sabía que mi primo había
llevado una vida de ermitaño, con la excepción de sus salidas a la Universidad
de Miskatonic de Arkham y a la Biblioteca Widener de Boston. No había
viajado, ni recibía visitas. En las pocas ocasiones en que paré en su casa -por
razones de trabajo muchas veces me encontraba en los alrededores-, aunque
siempre se portó cortésmente, parecía estar deseando que me marchase. Y eso
que nunca permanecí allí más de quince minutos.
A decir verdad, el ambiente que flotaba en la buhardilla me hizo olvidar el
deseo de cambiarla. El piso de abajo era suficiente para mí; me proporcionaba
un hogar agradable, y no me fue difícil prescindir de la buhardilla y de las
reformas que pensaba hacer allí, hasta casi olvidarme de ello y considerarlo sin
importancia. Además, con frecuencia pasaba fuera varios días y varias noches, y
no tenía prisa alguna por reformar la casa. El testamento de mi primo había
sido refrendado oficialmente, y la casa registrada a mi nombre, de modo que
nada amenazaba mi propiedad.
Iodo habría ido bien, puesto que ya me había olvidado de los incumplidos
planes para la buhardilla, de no haber sido por los pequeños incidentes que
empezaron a turbarme. Al principio, sin ninguna consecuencia; eran cosas sin
importancia que casi pasaron inadvertidas. Creo recordar que la primera de
ellas sucedió al mes escaso de estar allí, y fue tan insignificante que, hasta
pasadas varias semanas, no se me ocurrió relacionarla con acontecimientos
posteriores. Escuché el ruido una noche, mientras leía cerca de la chimenea en
la planta baja, y no era probablemente nada más que un gato o algún animal
similar arañando la puerta para que le dejase entrar. Pero se oía con tanta
claridad que me levanté a mirar en la puerta principal y en la puerta posterior,
sin encontrar rastro de ningún gato. El animal había desaparecido en la noche.
Le llamé varias veces, pero no obtuve respuesta ni escuché el menor ruido. No
me había dado tiempo a sentarme, cuando empezó de nuevo a arañar la puerta.
Lo intenté por lo menos media docena de veces, pero no logré ver al gato, hasta
que me molestó tanto aquello que, de haberlo visto, probablemente lo habría
matado.
Por sí solo, este incidente era trivial, y nadie pensaría dos veces en él. ¿Sería un
gato que conocía a mi primo, y que al no conocerme a mí se había asustado?
Pudiera ser. No pensé más en ello. Sin embargo, no había pasado una semana
cuando ocurrió un incidente similar, pero con una acusada diferencia respecto
al primero. Esta vez, en lugar de arañazos de gato, el sonido era algo que se
deslizaba a tientas, y que me provocó un escalofrío, como si una serpiente
gigante o la trompa de un elefante rozase en las ventanas y en las puertas. Tras
el sonido, mi reacción fue idéntica a la vez anterior. Oí, pero no vi nada;
escuchaba y no descubría nada, sólo los sonidos inaprensibles. ¿Un gato? ¿Una
serpiente? ¿O qué?
Aparte del gato y de la serpiente, que no tardaron en volver, sucedieron otros
nuevos incidentes. En ocasiones escuchaba lo que parecía el sonido de las
pezuñas de una bestia, o las pisadas de un gigantesco animal, o los picotazos de
pájaros en las ventanas, o el deslizamiento de un gran cuerpo, o el sonido
aspirante de unos labios. ¿Qué podía deducir de todo esto? Consideré que eran
alucinaciones mías y descarté que existiera una explicación, puesto que los
sonidos aparecían en cualquier momento, a todas horas de la noche y del día.
De haber habido algún animal de cualquier tamaño en la puerta o en la
ventana, tendría que haberlo visto antes de que desapareciese en el bosque de
las colinas que rodeaban la casa (lo que había sido campo se hallaba ahora
cubierto de álamos, abedules y fresnos).
Este ciclo misterioso quizá no bahía sido interrumpido, de no ser porque una
noche abrí la puerta de las escaleras que conducían a la buhardilla de mi primo,
debido al calor que hacía en la planta baja; fue entonces cuando los arañazos del
gato empezaron otra vez, y me di cuenta de que el ruido no venía de las
puertas, sino de la misma ventana de la buhardilla. Subí escaleras arriba, sin
dudarlo, sin pararme a pensar que tendría que tratarse de un gato muy especial
para poder trepar hasta el segundo piso de la casa y llamar para que le dejasen
entrar por la ventana redonda, única abertura al exterior de la habitación. Y
puesto que la ventana no se abría, ni siquiera parcialmente, y como se trataba
de un cristal opaco, no pude ver nada. Pero sí me quedé allí escuchando el
ruido producido por los arañazos de un gato, tan cerca como si viniese del otro
lado del cristal.
Bajé corriendo, cogí una potente linterna y salí a la calurosa noche de verano
para iluminar la pared en que estaba la ventana. Pero ya había cesado todo
ruido, y ya no había nada que ver excepto la pared de la casa y la ventana, tan
negra por fuera como blanca y opaca por dentro. Pude haber seguido
desconcertado durante el resto de mi vida y muchas veces pienso que
indudablemente eso habría sido lo mejor, pero no fue así.
Por esta época recibí de una vieja tía un gato, llamado «Little Sam», que se
había llevado un premio y que había sido mascota mía hacía cosa de dos años,
cuando aún era pequeño. Mi tía había acogido con cierta alarma mis intenciones
de vivir solo, y finalmente me había mandado uno de sus gatos para que me
hiciese compañía. «Little Sam», ahora, desafiaba su nombre: tendría que
haberse llamado «Big Sam». Había engordado mucho desde la última vez que
lo vi, y se había convertido en un felino fiero y negro, todo un ejemplar de su
especie. «Little Sam» me demostraba con arrumacos su afecto, pero mostraba
una gran desconfianza hacia la casa. A veces dormía cómodamente a los pies de
la chimenea; en otros momentos parecía un gato poseído: aullaba para que le
dejara salir afuera. Y cuando sonaban aquellos extraños sonidos que parecían
de animales que pretendían entrar en la casa, «Little Sam» se volvía loco de
miedo y de furia, y tenía que dejarle salir de inmediato para que pudiera
refugiarse en una vieja dependencia que no había sido afectada por las reformas
de mi primo. Allí dentro se pasaba la noche -allí o en el bosque- y no volvía
hasta el amanecer, cuando le entraba hambre. A lo que se negaba siempre
rotundamente era a entrar en la buhardilla.
II
Fue el gato, en realidad, el que me impulsó a profundizar en los trabajos de mi
primo. Las reacciones de «Little Sam» eran tan anómalas que no me quedó otro
remedio que rebuscar entre los revueltos papeles que había dejado mi primo, a
ver si encontraba alguna explicación al fenómeno ya habitual de la casa. Casi en
seguida me tropecé con una carta sin terminar, en el cajón del escritorio de una
habitación de la planta baja; estaba dirigida a mí, y parecía evidente que Wilbur
era consciente de su enfermedad, puesto que la carta parecía contener
instrucciones en caso de muerte. Pero lo más probable también era que Wilbur
ignorase la inminencia de su muerte, pues la carta había sido empezada tan sólo
un mes antes de que le sobreviniese aquélla y aguardaba a medio acabar en un
cajón, como si mi primo hubiera pensado que le quedaba tiempo de sobra para
terminarla.
«Querido Fred -había escrito-, los mejores médicos me dicen que me queda
poco tiempo de vida, y como ya he dicho en mi testamento que serás mi
heredero, quiero añadir a ese documento unas cuantas disposiciones últimas
que te ruego recuerdes y lleves a cabo fielmente. Hay en especial tres cosas que
debes hacer sin falta, y del modo que te indico:
l. Todos los papeles que están en los cajones A, B y C de mi
armario deben ser destruidos.
2. Todos los libros de los estantes H, I, J y K han de ser devueltos a
la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic de Arkham.
3. La ventana redonda que está en el cuarto abuhardillado de
arriba tiene que ser rota. No se trata de quitarla simplemente,
debe ser hecha añicos.
Has de aceptar mi decisión sobre estos tres puntos y si no lo haces puedes ser
responsable de enviar un terrible azote sobre el mundo. No quiero hablar más
de esto. Hay otras cosas de las que quiero hablar mientras puedo hacerlo. Una
de éstas es la cuestión... »
Aquí se interrumpió y dejó su carta.
¿Qué hacer con tan extrañas instrucciones? Comprendía que esos libros se
devolviesen a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. Yo no tenía ningún
interés especial en ellos. Pero ¿por qué destruir los papeles? ¿Por qué no
llevarlos también allí? Y respecto al cristal... Destruirlo era sin duda una
tontería; tendría que comprar una ventana nueva, y esto representaría un gasto
superfluo. Esta parte de la carta produjo el desgraciado efecto de despertar más
y más mi curiosidad, y me propuse mirar entre sus cosas con mayor atención.
Esa misma noche fui a la habitación abuhardillada del piso de arriba y empecé
con los libros de las estanterías indicadas. El interés de mi primo por los temas
de arqueología y antropología se reflejaba claramente en la selección de sus
libros: textos referentes a las civilizaciones polinesias, mongólicas y de varias
tribus primitivas, y obras acerca de las migraciones de pueblos, el culto y los
mitos de las religiones primitivas. Estos, sin embargo, sólo podían considerarse
los primeros de los libros destinados a ser entregados a la Biblioteca de la
Universidad de Miskatonic. Muchos de ellos parecían ser muy viejos, tan viejos
que ni siquiera se indicaba fecha alguna, y a juzgar por su apariencia y su letra
deduje que provenían de la Edad Media. Los más recientes -ninguno era
posterior a 1850- habían sido recibidos de diversos lugares: algunos habían
pertenecido al padre de mi primo, Henry Akeley, de Vermont, que se los había
dejado a Wilbur ; otros llevaban el sello de la Biblioteca Nacional de París, lo
que inducía a sospechar que Wilbur se los había llevado de allí.
Estos libros en varios idiomas llevaban títulos como: los Manuscritos Pnakóticos,
el Texto de R’lyeh, los Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el Libro de Eibon, los
Cánticos de Dhol, los Siete Libros Crípticos de Hsan, De Vermis Mysteriis de Ludvig
Prinn, los Fragmentos de Celaeno, los Cultes des Goules del conde d’Erlette, el Libro
de Dzyan, una copia fotostática del Necronomicon, de un árabe llamado Abdul
Alhazred, y muchos otros, algunos aparentemente en forma de manuscritos.
Confieso que estos libros me sorprendieron, puesto que estaban llenos -aquellos
que leí- de ciencias ocultas, de mitos y de leyendas relativos a las creencias
antiguas y primitivas de las religiones de nuestra raza... Y si no había leído mal,
también de razas desconocidas. Por supuesto, no podía enjuiciar debidamente
los textos en latín, francés y alemán; ya era bastante difícil descifrar el inglés
antiguo de algunos de sus manuscritos y libros. De cualquier forma, pronto se
acabó la paciencia: los libros mantenían unos postulados tan extraños que sólo
un antropólogo con gran vocación podía coleccionar tal cantidad de literatura
de ese tipo.
Aquellas obras no carecían de interés, pero todas trataban más o menos del
mismo tema. Era el viejo credo del poder de la luz contra el poder de las
tinieblas, o por lo menos así lo interpreté yo. No importaba que se denominasen
Dios y Demonio, o los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, el Bien y el Mal o
nombres como los Nodens, el Señor de los Abismos, el único nombrado, el Dios
Arquetípico, o éstos de los Primigenios: el dios idiota, Azathoth, amorfa plaga
de la confusión de los mundos abismales que blasfema y parlotea en el centro
del infinito; Yog-Sothoth, el todo en uno, el uno en todo, no sujeto ni a las leyes
del tiempo ni del espacio, coexistente con el tiempo y co-aniquilante con el
espacio; Nyarlathotep, el mensajero de los Primordiales: el Gran Cthulhu que,
mantenido en un estado letárgico mágico, espera surgir otra vez de la cósmica
R’lyeh, sumergida en las profundidades del océano; Hastur, señor del espacio
interestelar; Shub-Niggurath, la Cabra Negra de los Bosques y sus mil crías. Y
así como las razas de los hombres que adoraban varios dioses conocidos
llevaban nombres de sectas, así también ocurría con los adeptos de los
Primordiales, que incluían a los Abominables Hombres de las Nieves del
Himalaya y de otras regiones montañosas de Asia; los Profundos, que
merodeaban en las profundidades del océano, bajo las órdenes de Dagon, para
servir al Gran Cthulhu; los Shantaks; el Pueblo Tcho-Tcho; y otros muchos.
Según constaba, algunos de ellos habían surgido de aquellos lugares a los
cuales los Primordiales fueron desterrados -como Lucifer, que fue desterrado
del Paraíso- después de su rebelión contra los Dioses Arquetípicos; eran lugares
tales como las distantes estrellas de las Híadas, Kadath la Desconocida, la
Meseta de Leng, o incluso la ciudad hundida de R’lyeh.
A través de esos textos, dos elementos preocupantes sugerían que mi primo se
había tomado todo esto de las mitologías más en serio de lo que yo pensaba.
Las repetidas referencias a las Híadas, por ejemplo, me recordaban que Wilbur
me había hablado del cristal de la ventana y de que «su origen posiblemente se
deba a las Híadas». Y más específicamente como «el cristal de Leng». Es cierto
que estas referencias podían ser meras coincidencias, y me tranquilicé por un
momento diciéndome a mí mismo que «Leng» podía ser algún comerciante
chino en antigüedades, y la palabra «Híadas» podía provenir de una errónea
interpretación. Pero esto era un mero pretexto por mi parte, pues todo indicaba
que para Wilbur estas mitologías desconocidas habían significado algo más que
un entretenimiento temporal. De no haber sido suficiente su colección de libros,
sus anotaciones no habrían dejado lugar a dudas.
Las anotaciones contenían algo más que misteriosas referencias. Había dibujos
toscos pero significativos que me causaron una extraña y desagradable
impresión: alucinantes escenas y criaturas extrañas, seres que no hubiese
podido imaginar en mis peores sueños. En su mayor parte estas criaturas eran
imposibles de describir; eran aladas, semejantes a murciélagos del tamaño de
un hombre; vastos y amorfos cuerpos, llenos de tentáculos, que parecían a
primera vista pulpos, pero definitivamente más inteligentes que un pulpo; seres
con garras, mitad hombres, mitad pájaros; cosas horribles, con cara de batracio,
que caminaban erectas, con brazos escamosos y de un color verde claro, como el
agua del mar. Había seres humanos más reconocibles, aunque distorsionados;
hombres con rasgos orientales, atrofiados y enanos, que vivían en lugares fríos
a juzgar por sus ropas, y había una raza nacida de repetidos cruces, con ciertos
caracteres de batracios, aunque indiscutiblemente humanos. Nunca pensé que
mi primo tuviese tanta imaginación; sabía que tío Henry admitía como ciertas
las que no eran sino fantasías de su mente, pero nunca, que yo supiese, había
demostrado Wilbur esta misma tendencia; veía ahora que había escamoteado lo
esencial de su verdadera naturaleza, y este hallazgo me dejaba atónito.
Ciertamente, ningún ser vivo podía haber servido de modelo para estos dibujos,
y no había tales ilustraciones en los manuscritos y libros que había dejado.
Movido por la curiosidad, busqué más a fondo en sus anotaciones. Finalmente,
separé aquellas de sus referencias crípticas que parecían, aunque muy
remotamente, encerrar lo que buscaba, y las ordené cronológicamente, cosa
fácil, pues estaban fechadas.
«15 de octubre,’21. Paisaje más claro. ¿Leng? Parece el suroeste de América.
Cuevas llenas de bandadas de murciélagos -como una densa nube- que
empiezan a salir justo antes del ocaso, y tapan el sol. Arbustos y árboles
torcidos. Un lugar venteado. A lo lejos, hacia la derecha, montañas con nieve en
las cimas, a la orilla de la región desértica.»
«21 de octubre,’21. Cuatro Shantaks en medio del paisaje. Estatura media mayor
que la de un hombre. Peludos. Cuerpo similar al de los murciélagos, con alas
que se extienden tres pies sobre la cabeza. Cara picuda, como de buitres. Por lo
demás se parecen a un murciélago. Cruzaron el escenario en vuelo. Se pararon a
descansar en un risco a mitad de camino. No enterados. ¿Iba alguien montado
encima de uno de ellos? No puedo estar seguro.»
«7 de noviembre,’21. Noche. Océano. Una isla parecida a un arrecife, en primer
plano. Profundos junto con humanos de origen parcialmente similar. blancos
híbridos. Los Profundos, escamosos, caminan con movimiento semejante al de
las ranas, un andar intermedio entre el salto y el paso, algo encogidos, también
como casi todos los batracios. Otros parecían estar nadando hacia el arrecife.
¿Innsmouth? No se veía la costa, ni luces de un pueblo. Tampoco barcos. Salen
del fondo, al lado del arrecife. ¿El Arrecife del Diablo? Incluso los híbridos no
pueden nadar muy lejos sin pararse a descansar. Posiblemente la costa no se
veía.»
«17 de noviembre,’21. Paisaje totalmente desconocido. No de la tierra, por lo
que vi. Cielos negros, algunas estrellas, peñascos de pórfido o sustancia similar.
En primer plano un profundo lago. ¿Hali? A los cinco minutos el agua empezó
a burbujear en el lugar de donde algo acababa de surgir. Mirando hacia
adentro. Un ser acuático gigantesco, con tentáculos. Pulpo, pero mucho más
grande, diez, veinte veces más grande que el gigante Octopus apollyon de la
costa oeste. El cuello medía fácilmente unas quince varas de diámetro. No podía
arriesgarme a ver su cara y destruí la estrella.»
«4 de enero,’22. Un intervalo de nada. ¿El espacio? Acercamiento planetario,
como si estuviese mirando a través de los ojos de algún ser acercándose a un
objeto en el espacio. Cielo negro, pocas estrellas, pero la superficie del planeta
cada vez más cercana. Al aproximarme vi parajes arrasados. Sin vegetación,
como en la estrella negra. Un círculo de fieles alrededor de una torre de piedra.
Sus gritos: ¡Iä! ¡Shub-Niggurath!
«16 de enero,’22. Región bajo el mar. ¿Atlantis? Lo dudo. Un edificio grande y
cavernoso semejante a un templo, destruido por cargas de profundidad. Piedras
monumentales, similares a las de las pirámides. Escalones que descendían al
negro fondo, Profundos al fondo de la escena. Movimiento en la oscuridad de
las escaleras. Un enorme tentáculo empezó a subir. A gran distancia de éste, dos
ojos líquidos, separado el uno del otro por muchas varas. ¿R’lyeh? Temeroso del
acercamiento de la cosa de abajo. destruí la estrella.»
«24 de febrero,’22. Paisaje familiar. ¿La región de Wilbraham? Casas de campo
destrozadas, familia encerrada en sí misma. En primer plano, un viejo
escuchando. Hora: la noche. Chotacabras llamando muy alto. Una mujer se
acerca con una réplica de la estrella de piedra. El viejo huye. Curioso. Debo
buscar referencias.
«21 de marzo,’22. Experiencia enervante la de hoy. Debo tener más cuidado.
Construí la estrella y pronuncié las palabras: Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh
wgah’nagl fhtagn. Se abrió inmediatamente con un enorme shantak en primer
plano. Shantak enterado y en seguida se movió hacia adelante. Llegué incluso a
oír sus garras. Pude romper la estrella a tiempo.
«7 de abril,’22. Ahora sé que lo atravesarán si no tengo cuidado. Hoy el paisaje
tibetano, y los Abominables Hombres de las Nieves. Otro intento. ¿Pero y sus
amos? Si los sirvientes intentan trascender el tiempo y el espacio ¿qué será del
Gran Cthulhu, Hastur, Shub-Niggurath? Pretendo abstenerme por algún
tiempo. Profundo shock.»
No volvió a abordar su extraño intento hasta primeros del otro año. O por lo
menos eso indicaban sus notas. Una abstinencia en su obsesiva preocupación,
seguida una vez más por un período de breve indulgencia. Su primera
anotación era casi de un año después.
«7 de febrero,’23. No hay duda, están enterados ya de la existencia de la puerta.
Muy arriesgado mirar dentro. Excepto cuando el paisaje está despejado. Y como
uno nunca sabe sobre qué escena se posará la vista, el riesgo es aún más grave.
Sin embargo, me resisto a cerrar la entrada. Construí la estrella, como de
costumbre, dije las palabras, y esperé. Durante un rato sólo vi el paisaje familiar
del suroeste americano al anochecer: murciélagos, búhos, ratas y gatos salvajes.
Entonces salió de una cueva un Habitante de la Arena, de piel áspera, ojos
grandes, orejas grandes; su rostro guardaba un horrible y distorsionado
parecido con el oso koala, y el cuerpo tenía un aspecto consumido. Se arrastró
hacia adelante, con evidente intención. ¿Es posible que la puerta abierta les
permita ver este lado del mismo modo que me deja ver a mí el suyo? Cuando vi
que se dirigía directamente a mí, destruí la estrella. Todo desapareció, como de
costumbre. Pero después, la casa se lleno de murciélagos. ¡Veintisiete en total! ¡Y
yo no creo en la mera coincidencia!»
Vino después otro paréntesis, durante el cual mi primo escribió notas crípticas
sin referencia a sus visiones o a la misteriosa «estrella» de la que tanto había
hablado. No me cabía duda de que fue víctima de alucinaciones, producto
probablemente del intenso estudio del material de aquellos libros procedentes
de todos los rincones del mundo. Estos párrafos eran como una especie de
justificación de racionalizar lo que había «visto».
Todas aquellas notas estaban mezcladas con recortes de periódicos, que mi
primo sin duda intentaba relacionar con las mitologías a las que era tan
aficionado: relatos de extraños acontecimientos, objetos desconocidos en el
cielo, desapariciones misteriosas en el espacio, revelaciones curiosas referentes
a cultos desconocidos, y otras noticias por el estilo. Era dolorosamente patente
que Wilbur había llegado a creer con intensidad en ciertas facetas de credos
primitivos: en especial que había supervivientes contemporáneos de los
endemoniados Primordiales y de sus adoradores y adeptos, y era esto, más que
nada, lo que trataba de probar. Era como si hubiese tomado los escritos
impresos en los viejos libros que poseía y, tras aceptarlos como verdades
literales, intentase añadir a la evidencia del pasado el peso de la evidencia de su
época. Cierto, había un elemento de similitud, que resultaba inquietante, entre
aquellos relatos antiguos y muchos de los que mi primo había recortado, pero
sin duda podía explicarse como simple coincidencia. Aun siendo convincentes,
los envié a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic para la Colección
Akeley, sin copiar ninguno. Pero los recuerdo vívidamente, tanto más por el
desenlace inolvidable que siguió a mis investigaciones, un poco inciertas,
respecto a lo que había obsesionado a mi primo.
III
Nunca habría sabido de la «estrella» de no haberme encontrado
accidentalmente con ella. Mi primo había escrito repetidamente acerca de
«hacer», «romper», «construir» y «destruir» la estrella, como algo necesario
para sus visiones, pero esta referencia carecía de sentido para mí, y
posiblemente continuaría sin sentido de no haber tenido oportunidad de fijarme
en el suelo, a la tenue luz de la buhardilla de la ventana redonda: las marcas en
el suelo formaban una estrella de cinco puntas. Esto no había sido visible
previamente, ya que una gran alfombra cubría el suelo; pero la alfombra se
había desplazado durante el traslado de libros y papeles a la Biblioteca de la
Universidad de Miskatonic, y por pura casualidad quedó el suelo al
descubierto.
Incluso en aquel momento no caí en que aquellas marcas pudiesen representar
una estrella. Hasta que acabé mi trabajo con los libros y papeles y moví del todo
la alfombra, quedando al descubierto el centro de la habitación, no se me
apareció el diseño entero. Vi entonces que era una estrella de cinco puntas,
decorada con dibujos ornamentales, de un tamaño que permitía dibujarla desde
el interior de la buhardilla. Me di cuenta en seguida de que ésta era la razón por
la que había en el cuarto de mi primo una caja de tizas cuya utilidad no había
comprendido antes. Empujé libros, papeles y todo lo demás a un lado. Fui a
buscar una tiza y me puse a dibujar el contorno de la estrella y todas las
ornamentaciones del interior. Se trataba sin duda de un diseño cabalístico, y no
cabía otra opción, para quien lo dibujaba, que sentarse en su interior.
De modo que tras completar el dibujo, de acuerdo con las marcas dejadas por
frecuentes reconstrucciones, me senté dentro. Muy posiblemente esperaba que
algo ocurriese, aunque estaba confundido con las anotaciones de mi primo
referentes a la destrucción del diseño cada vez que se veía amenazado.
Recordaba que en los rituales cabalísticos era la destrucción de esos diseños la
que traía el peligro de invasión física. Sin embargo, no ocurrió nada. Sólo
pasados unos minutos recordé «las palabras». Las había copiado, y me levanté a
buscarlas. Regresé y las pronuncié;
«Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.»
De repente se produjo un extraordinario fenómeno. Con la mirada fija en la
ventana redonda de la pared sur, pude ver todo lo que pasó. El cristal opaco de
la ventana se volvió transparente y me encontré, sorprendido, contemplando un
paisaje bañado por el sol, aunque era de noche, algunos minutos después de las
nueve de una noche de finales de verano en el Estado de Massachusetts. Pero el
paisaje que apareció en el cristal no podía encontrarse en ningún sitio de Nueva
Inglaterra: una tierra árida de piedras arenosas, de vegetación desértica, de
cavernas y, en el fondo, montañas con nieve en las cimas. Ese mismo paisaje
había sido descrito más de una vez en las notas crípticas de mi primo.
Dirigí mi vista fascinada hacia este paisaje, con la mente confusa. Parecía haber
vida en el paisaje que yo miraba, y aprehendí uno a uno sus aspectos: la
serpiente de cascabel que trepaba sinuosamente y el halcón de ojos rasgados
que comenzaba a elevarse. Esto me permitió observar que no era mucho antes
de la puesta del sol, ya que el reflejo de la luz en el pecho del halcón así lo
indicaba. Todos los caracteres prosaicos -el monstruo del Gila, el correcaminosdel
suroeste americano componían lo que estaba presenciando. ¿Dónde se
desarrollaba, entonces, la escena? ¿En Arizona? ¿En Nuevo Méjico?
Pero continuaron produciéndose acontecimientos, sin ningún punto de
referencia, en la desconocida tierra. La serpiente y el monstruo del Gila
desaparecieron, el halcón cayó como un plomo y volvió a subir con una
serpiente entre sus garras, el correcaminos se unió a otro. La luz del sol se iba, y
la escena toda se convertía en un paisaje de gran belleza. Entonces, de la boca
de una de las mayores cavernas emergieron los murciélagos, Venían volando
desde la oscura cueva miles de murciélagos, en bandada, y me parecía oírles.
No sé cuánto tiempo les llevó volar y volar hacia el crepúsculo. Acababan de
desaparecer cuando surgió algo, una especie de ser humano, de ser humano de
piel áspera, como si la arena del desierto se le hubiese incrustado en la
superficie de su cuerpo, con los ojos y orejas anormalmente grandes. Tenía un
aspecto escuálido, con las costillas marcadas a través de la piel, pero lo más
repelente era su rostro, parecido al del osito australiano llamado koala. Y al
verlo recordé que mi primo había llamado a esta gente -pues aparecieron otros
detrás del primero, algunos de ellos hembras- los Habitantes de la Arena.
Procedían de la caverna. Guiñaban sus grandes ojos. Pronto aparecieron en
mayor número, y se repartieron por todas partes detrás de los arbustos.
Entonces, parsimoniosamente, un monstruo increíble hizo su aparición:
primero un tentáculo, o algo así, luego otro, y ahora media docena de ellos que
exploraban cautelosamente el exterior de la cueva. Y luego, desde la oscuridad
del pozo de la caverna, emergió a medias una terrible cabeza. De pronto, al
impulsarse hacia delante, casi grité de horror. La cara era una desfiguración
monstruosa del mundo conocido: se elevaba de un cuerpo sin cuello que era
una masa de carne gelatinosa -a la vista parecía goma-, y los tentáculos que la
adornaban salían de una parte del cuerpo que podía ser la mandíbula inferior o
un aparente cuello.
Además, aquella cosa tenía una percepción inteligente, pues desde el principio
parecía haberse percatado de mi presencia. Arrastrándose desde la caverna, fijó
sus ojos en mí, y empezó a moverse con increíble rapidez en dirección a la
ventana sobre el cada vez más oscurecido paisaje. Supongo que no me estaba
dando cuenta del verdadero peligro que corría, puesto que observaba absorto, y
sólo cuando la cosa empezó a cubrir todo el paisaje, cuando uno de sus
tentáculos alcanzaba la ventana -¡y la atravesaba!-, sólo entonces experimenté la
parálisis del miedo.
¡La atravesaba! ¿Era ésta, entonces, la alucinación culminante?
Recuerdo haber roto la gelidez del miedo durante el tiempo suficiente para
quitarme un zapato y lanzarlo con todas mis fuerzas hacia el cristal de la
ventana. Al mismo tiempo, recordaba las frecuentes citas de mi primo relativas
a la destrucción de la estrella. Me incliné hacia adelante y borré parte del
diseño. Y mientras oía el ruido de los vidrios al romperse, me sumergí en una
bendita oscuridad.
Sabía ahora lo que sabía mi primo.
Si no hubiera esperado tanto, podía haberme evitado el conocimiento de todo
aquello, podía haber seguido pensando en ilusiones o alucinaciones. Pero ahora
sé que la ventana redonda era una potente puerta hacia otras dimensiones, a un
espacio y un tiempo desconocidos, una entrada a algún paisaje que Wilbur
Akeley deseaba encontrar, la llave de esos lugares secretos de la tierra y del
espacio, de las estrellas en que los súbditos de los Primordiales -¡y los propios
Primigenios!- se esconden para siempre, esperando resurgir otra vez. El cristal
de Leng -que quizá provenía de las Híadas, pues nunca supe de dónde lo había
sacado mi primo- podía girar dentro de su marco; no estaba sujeto a las leyes
físicas excepto en el hecho de que su dirección variaba al compás del
movimiento de la tierra sobre su eje. Y de no haberlo roto, habría dejado caer
sobre la tierra el azote de esas otras dimensiones, a causa de mi ignorancia y mi
curiosidad.
Y ahora sé que los modelos de los dibujos hechos por mi primo, entre sus
anotaciones, por muy toscos que fueran, representaban a seres que existían y no
eran producto de su imaginación. La culminante prueba final lo demuestra. Los
murciélagos que encontré en la casa cuando recuperé el conocimiento pudieron
haber entrado por la ventana rota. Que el cristal opaco se hubiese vuelto
translúcido podía explicarse como una ilusión óptica. Pero yo sabía algo más.
Sé, sin lugar a dudas, que lo que vi allí no era producto de una fantasía, porque
nada podría destruir esa prueba terrible que encontré cerca de los cristales rotos
en el suelo de la buhardilla: un trozo de tentáculo, de diez pies de largo, que se había
quedado atrapado entre las dimensiones cuando la puerta se cerró contra el monstruoso
cuerpo al que pertenecía. ¡El tentáculo que ningún científico hubiese podido identificar
como perteneciente a criatura conocida alguna, viva o muerta, en la superficie o en las
profundidades subterráneas de la tierra!
 

LA SOMBRA FUERA DEL ESPACIO // LOVECRAFT - AUGUST DERLETH



OBRA POSTUMA LOVECRAFTNota: Esta narración nace a partir de escritos dejados por el autor y recopilados por Derleth, quien hace una colaboración póstuma de la obra del maestro. Por primera vez publicada en julio de 1954 .
1Si hay algo que nos salva en este mundo... es la incapacidad de la mente humana para correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una isla de ignorancia en medio de los mares negros del infinito, y no estamos hechos para viajar lejos...
Si es cierto que el hombre vive siempre al borde de un abismo, entonces casi todos los hombres deben experimentar momentos de algo que llamaríamos nivel precognoscitivo, cuando las vastas e imperceptibles profundidades que existen siempre bordeando el pequeño mundo del hombre se convierten por un momento en tangibles, cuando el terrible pozo de conocimientos sin frontera, que incluso las mentes más brillantes sólo han vislumbrado, asume una apariencia borrosa capaz de llenar de terror al corazón más duro. ¿Conoce algún ser viviente los verdaderos orígenes de la humanidad? ¿O el lugar que al hombre le corresponde en el universo? ¿Sabe si el hombre está destinado al ignominioso final de un gusano?
Hay terrores que caminan por los pasillos de los sueños cada noche, que embrujan el mundo de los sueños, terrores que pueden relacionarse con los aspectos más mundanos de la vida cotidiana. Cada vez estoy más convencido de la existencia de un mundo fuera de éste en que estamos, lindante con él pero quizá completamente alucinatorio. Sin embargo, no ha sido siempre así. No fue así hasta que conocí a Amos Piper.
Mi nombre es Nathaniel Corey. He practicado el psicoanálisis durante más de cincuenta años. Soy autor de un libro y de varias monografías publicadas en periódicos dedicados a ese tipo de conocimientos. Practiqué durante muchos años en Boston, después de haber estudiado en Viena, y hace diez años, en el semirretiro, me trasladé a la ciudad universitaria de Arkham, en el mismo Estado. Me había ganado, con mi trabajo, una reputación de persona seria e íntegra, que me temo ponga en duda este relato. Aunque espero que ofrezca una conclusión bien distinta.
Es un firme presentimiento el que me lleva por fin a dejar testimonio de lo que ha sido quizá el problema más interesante y provocativo con que me he encontrado en todos estos años de práctica. No acostumbro a hacer observaciones públicas acerca de mis pacientes, pero me veo obligado a ello dadas las circunstancias peculiares que se dieron en el caso de Amos Piper: a través de ellas se plantean ciertos puntos que, a la luz de otros, sin relación aparente, podrían adquirir más relieve de lo que en principio presumí. Hay poderes
de la mente que permanecen en las tinieblas, y quizá también poderes de las tinieblas que van más allá de la mente: no me refiero a brujas, a fantasmas o a duendes, ni a cualquier otra invención creada por civilizaciones primitivas, sino a poderes infinitamente más vastos y terribles que cualquier concepto humano.
El nombre de Amos Piper no será desconocido para mucha gente, especialmente para aquellos que recuerden la publicación de investigaciones antropológicas que llevan su nombre, hará cosa de unos diez años, más o menos. Le conocí por primera vez cuando su hermana, Abigail, le trajo a mi consulta un día de 1933. Era un hombre alto, que parecía haber sido grueso: sobre su cuerpo huesudo colgaban las ropas como si hubiese perdido mucho peso en un tiempo relativamente corto. Este parecía ser el problema: al primer vistazo, Piper necesitaba más la ayuda de un médico que de un psicoanalista, pero su hermana explicó que había acudido a los mejores especialistas y todos le habían indicado que su problema era esencialmente mental y se escapaba a sus facultades terapéuticas. A la señorita Piper le había sido recomendado por varios colegas, y también algunos compañeros de Piper en la facultad de la Universidad de Miskatonic, habían insistido en esa recomendación emanada del consejo médico que le había atendido. La suma de estas razones fue la que les condujo a pedirme una cita.
La señorita Piper me adelantó el problema de su hermano, mientras él descansaba en una habitación contigua a la consulta. Expuso el fondo del problema con admirable concisión... Piper parecía ser víctima de terribles alucinaciones, visiones que se apoderaban de él cada vez que cerraba los ojos o bajaba los párpados, mientras estaba despierto, y en sueños, mientras dormía. No dormía, sin embargo, desde hacía tres semanas. En ese tiempo había perdido tanto peso que a ambos les alarmaba su estado. Como preámbulo, la señorita Piper señaló que su hermano había sufrido un colapso ...........................................................................................................


DE LOS MITOS DE CTHLHU : EL SELLO DE R’LYEH -- AUGUST DERLETH
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EL SELLO DE R’LYEH
AUGUST DERLETH

I
Mi abuelo paterno, a quien siempre vi en una habitación oscura, solía decir a mis padres, refiriéndose a mí:
«¡Cuidad que siempre esté lejos del mar!», como si yo tuviera alguna razón para temer al agua, cuando de
hecho siempre me ha atraído. Como se sabe, los que nacen bajo uno de los signos acuáticos —el mío es
Piscis— sienten una natural predilección por el agua. También se dice que poseen ciertos dones psíquicos,
pero ésta es otra cuestión. El cualquier caso, tal era el criterio de mi abuelo, hombre extraño, a quien no
podría describir aunque de ello dependiera la salvación de mi alma —lo cual, dicho a la luz del día, resulta
un modismo un tanto ambiguo—. Antes de morir mi padre en un accidente de automóvil, también
acostumbraba a repetirlo con frecuencia. Después, ya no fue necesario; mi madre me crió entre montañas,
bien lejos de la vista, del ruido y de los olores del mar.
Pero tarde o temprano, sucede lo que tiene que suceder. Me encontraba estudiando en una Universidad
del Medio Oeste, cuando murió mi madre. Una semana después, murió también mi tío Sylvan, dejándome
todo cuanto poseía. Yo no había llegado a conocerle. Era el excéntrico de la familia, el raro, la oveja negra.
Se le conocía por una gran diversidad de apodos y todo el mundo lo despreciaba, excepto mi abuelo, que
suspiraba con pena cada vez que hablaba de él. Yo era el único descendiente directo de mi abuelo. Tenía
un tío abuelo que vivía en Asia, según me habían dicho siempre, aunque al parecer, nadie sabía a qué se
dedicaba allí, salvo que sus actividades se relacionaban con el mar o la navegación... Era natural, pues, que
heredara yo las posesiones de tío Sylvan.
Tenía dos propiedades, y daba la casualidad que ambas lindaban con la mar. Una se hallaba en un
pueblo de Massachusetts llamado Innsmouth, y otra estaba también en la costa, pero bastante al norte de
dicho pueblo. Después de pagar los derechos reales, me quedó dinero suficiente para no tener que volver a
la Universidad, ni verme obligado a emprender trabajos que no me apetecían. Mi propósito era
precisamente llevar a cabo lo que me había sido prohibido durante veintidós años: ver el mar, y tal vez
comprar un balandro, un yate, o lo que quisiera.
Pero las cosas no iban a suceder como yo deseaba. Fui a Boston a ver al abogado y después marché a
Innsmouth. Me pareció un pueblo extraño. La gente no era cordial. Algunos me sonreían cuando se
enteraban de quién era yo, pero en sus sonrisas había algo extraño y enigmático, como si supieran algo
inconfesable de tío Sylvan. Afortunadamente, la finca de Innsmouth era la más pequeña de las dos. Saltaba
a la vista que mi tío no se había ocupado mucho de ella. Se trataba de una vieja mansión lóbrega y sombría
que, para sorpresa mía, resultó ser la casa solariega de mi familia, mandada construir por mi bisabuelo —el
que estuvo dedicado al comercio con China— y habitada por mi abuelo durante buena parte de su vida. El
nombre de Phillips despertaba aún una especie de temeroso respeto en aquel pueblo.
Mi tío Sylvan había pasado casi toda su vida en la otra finca. Tenía sólo cincuenta años cuando murió,
pero últimamente había llevado una existencia muy similar a la de mi abuelo. Raramente se le veía, retirado
en aquella casa que coronaba un promontorio rocoso situado en la costa, al norte de Innsmouth. No era lo
que un amante de la belleza llamaría un casa encantadora, pero de todos modos tenía su atractivo, y por mi
parte, lo capté inmediatamente. Desde el primer momento sentí como si aquella casa perteneciese al mar.
En ella resonaba siempre el Atlántico. Una muralla de árboles frondosos la aislaba de la tierra. En cambio,
sus inmensos ventanales se abrían al océano. No era un edificio viejo como el otro. Tendría unos treinta
años, según me dijeron, y había sido construido por mi tío, en el mismo solar donde se alzara otro más
antiguo, que también había pertenecido a mi bisabuelo.
Era una casa de muchas habitaciones. De todas, la única que merece la pena recordar es el gran estudio
central. Aunque el resto de la casa era de un sola planta y rodeaba a dicho salón central, éste tenía una
altura de dos pisos por lo menos; sus paredes estaban cubiertas de libros y objetos curiosos, de tallas y
esculturas de formas exóticas, de pinturas, de máscaras procedentes de distintas partes del mundo, en
especial de las civilizaciones polinesia, azteca, maya, inca, y de antiguas tribus indias de las regiones
nordoccidentales del continente norteamericano. Era, pues, una colección fascinante, comenzada por mi
abuelo y continuada por tío Sylvan. Una gran alfombra de artesanía, adornada con una extraña figura
octópoda, cubría el centro del salón. Todos los muebles estaban situados entre las paredes y dicho centro.
Nada había colocado sobre al alfombra.
Por lo demás, se observaba un extraño simbolismo en la decoración de la casa. Tejido en las alfombras
—también en la que ocupaba el centro del estudio—, en los cortinajes, en los entrepaños, se repetía un
motivo ornamental que parecía como un sello singularmente sorprendente: en el centro de un disco aparecía
una representación rudimentaria del símbolo astronómico de Acuario, el portador de agua —acaso
elaborada en edades remotas, cuando la forma de Acuario no era exactamente como es hoy— coronando
los vestigios de una ciudad enterrada, contra la cual, en el centro exacto del círculo, se alzaba una figura
indescriptible, a la vez reptil y pez, octópoda y semihumana, que, aunque en miniatura, pretendía
representar un ser gigantesco e imaginario. Finalmente, en letras tan tenues que apenas podían leerse, el
disco estaba circundado por unas palabras que no entendí, pero que tuvieron la virtud de remover algo en
lo más profundo de mi ser:
Pb’glui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgh’nagl fhtagn
No me pareció extraño, en absoluto, que este curioso dibujo ejerciera sobre mí la más grande atracción
desde el primer momento, aunque no entendiese su significado hasta más tarde. Igualmente inexplicable era
el imperioso hechizo del mar. Aunque jamás había puesto los pies en este sitio, experimenté una vivísima
sensación de haber regresado a casa. Nunca en mi vida había pasado de Ohio, hacia el este. Lo más cerca
que estuve de la costa fue con ocasión de unas esporádicas excursiones al lago Michigan y al lago Hurón.
Esta atracción innegable que sentía hacia el mar, la atribuí a una tendencia ancestral que me venía de familia.
¿No habían trabajado mis antepasados en el mar, y habían formado sus hogares junto a la costa? ¿Y
durante cuántas generaciones? Al menos, yo conocía dos, pero eran más. Generación tras generación,
todos habían sido navegantes, hasta que, por lo visto, sucedió algo que determinó a mi abuelo a irse a vivir
tierra adentro y apartarse del mar en lo sucesivo, obligando a los demás a hacer lo mismo.
Hablo de esto porque su significado se me hizo manifiesto a la luz de lo que sucedió después, y quiero
dejar constancia antes que llegue la hora de reunirme con los míos. La casa y el mar me atraían; ambas
constituían mi hogar. Incluso esta palabra cobraba más sentido en ellas que en la morada que tan felizmente
compartiera con mis padres unos años antes. Era muy extraño. No obstante —y esto era más extraño
aún—, no me lo parecía a mí. Al contrario, me resultaba lo más natural, y no me pregunté el por qué.
Al principio, no contaba con elementos de juicio para saber qué clase de hombre había sido mi tío
Sylvan. Encontré un retrato suyo bastante antiguo, hecho sin duda por algún aficionado a la fotografía.
Representaba a un joven tremendamente serio, de unos veinte años de edad, que, aun no careciendo de
cierto atractivo, podía resultar desagradable a mucha gente, ya que su rostro sugería algo vagamente
inhumano. Tal vez esta impresión provenía de su nariz un tanto aplastada, de su boca enorme, o de sus ojos
extrañamente saltones, de basilisco. No encontré fotografías suyas más recientes, pero conocí a algunas
personas que se acordaban de él, de cuando iba a Innsmouth, a pie o en coche, a hacer sus compras. Me
enteré de esto un día en la tienda de Asa Clarke, donde fui a comprar provisiones para la semana.
—¿Es usted de los Phillips? —me preguntó el anciano propietario.
Le contesté que sí.
—¿Hijo de Sylvan?
—Mi tío no llegó a casarse.
—Ya... Eso decía él —replicó—. Entonces será usted hijo de Jared. ¿Cómo está su padre?
—Ha muerto.
—También, ¿eh?.. Era el último de su generación, ¿verdad? Y usted...
—Yo soy el último de la mía.
—Los Phillips, en otros tiempos, fueron grandes y poderosos por esta parte. Una familia muy antigua...
Pero usted lo sabe mejor que yo.
Le dije que no. Venía del interior, y sabía muy poca cosa de mis antepasados.
—¿Es posible?
Me miró un instante casi con incredulidad.
Bueno, los Phillips son tan antiguos como los Marsh. Las dos familias formaban una sociedad hace
muchos años. Comerciaban con China. Los fletes salían de aquí y de Boston con destino a Oriente: Japón,
China, las islas..., y de allí traían... —aquí se detuvo; su rostro palideció ligeramente, y luego se encogió de
hombros—, muchas cosas, ¡muchas! —me miró perplejo—. Se va a quedar por aquí, ¿verdad?
Le contesté que había heredado la residencia de mi tío, y que había tomado posesión de ella. Ahora
andaba buscando personal de servicio.
—No encontrará —dijo moviendo la cabeza—. La finca está demasiado lejos, y a la gente no le gusta.
Si quedara alguno de los Phillips... —abrió los brazos con desaliento—. Pero casi todos murieron el año
veintiocho, cuando el fuego y las explosiones. Sin embargo, quizá pueda encontrar a alguno de los Marsh
que le eche una mano. No todos murieron aquella noche.
Esta referencia vaga y confusa no me inquietó entonces lo más mínimo. Lo único que me preocupaba
era encontrar a alguien que me ayudara en los avíos de la casa.
—Marsh —repetí—. ¿Podría darme el nombre y la dirección de uno de ellos?
—Conozco a una —dijo pensativamente, y sonrió a continuación como para su interior.
Así conocí a Ada Marsh.
Tenía veinticinco años, pero había días en que parecía mucho más joven, y otros, mucho más vieja. Fui
a la casa, la encontré, y le pedí que viniera a trabajar para mí. Resultó que tenía automóvil —un Ford
viejísimo de modelo T— y que podía ir y volver; además, la perspectiva de trabajar en lo que llamaba ella
el «refugio de Sylvan», pareció atraerla. En verdad, se mostró casi ansiosa por entrar a mi servicio, y me
prometió que iría a casa aquel mismo día, si me hacía falta. No era una muchacha atractiva, pero, igual que
en mi tío, encontré en ella un encanto que residía en aquello que precisamente habría disgustado a otros.
Para mí, aquella boca inmensa de labios aplastados tenía cierta gracia, y sus ojos, innegablemente fríos, me
parecían muy cálidos en ciertos momentos.
Vino a la mañana siguiente. Al verla caminar por la casa, comprendí que ya había estado antes en ella.
—No es la primera vez que viene usted por aquí, ¿verdad? —dije.
—Los Marsh y los Phillips son viejos amigos —dijo, y me miró como si yo tuviera la obligación de
saberlo. Y en aquel momento, me invadió la sensación que yo sabía que así era, en efecto.
—Muy, muy viejos amigos, señor Phillips. Tan viejos como la tierra misma, tan viejos como el portador
del agua, y como el agua.
También ella era extraña. Me enteré que había estado más de una vez en la casa como invitada del tío
Sylvan. Ahora había accedido a venir a trabajar para mí, sin vacilar, y con una singular sonrisa en los labios
—«tan viejos como el portador del agua, y como el agua»—, que me hizo pensar en el dibujo que tanto se
repetía a nuestro alrededor. Pensándolo bien, creo que ésta fue la primera vez que se me ocurrió esta
asociación, y experimenté una vaga sensación de inquietud.
—¿Ha oído, señor Phillips? —preguntó entonces.
—¿El qué?
—Si lo hubiera oído, no necesitaría que se lo dijera.
Pero su verdadero propósito no era trabajar para mí. Lo que ella quería era tener acceso a la casa. Lo
descubrí un día que salí a buscar unos documentos, y la encontré entregada, no a su trabajo, sino a un
registro minucioso y sistemático de la gran habitación central. La estuve observando un rato: tomaba los
libros y los hojeaba, separaba cuidadosamente los cuadros de las paredes, levantaba las esculturas de las
estanterías... En una palabra, registraba en todas partes donde pudiese haber algo escondido. Volví a salir,
di un portazo, y cuando entré de nuevo en el estudio, la vi dedicada a quitar el polvo, como si nunca
hubiera hecho otra cosa.
Mi primer impulso fue decírselo, pero pensé que sería mejor callar. Si buscaba algo, quizá lo encontrara
yo antes que ella. Así que no le dije nada, y, cuando se fue aquella noche, empecé a registrar por donde
ella lo había dejado. No sabía lo que buscaba, pero sí su tamaño, sobre poco más o menos, a juzgar por
los sitios donde la había visto mirar. Debía de ser algo delgado, pequeño, no más grande que un libro.
—¿Sería un libro precisamente? Aquella noche me repetí cientos de veces esa misma pregunta.
Como es natural, no encontré nada, a pesar que estuve buscando hasta medianoche. Lo dejé así,
rendido de cansancio, pero satisfecho: había registrado mucho más de lo que Ada registraría a la mañana
siguiente. Me senté a descansar en una de las mullidas butacas alineadas junto a la pared, en aquella misma
estancia, y entonces sufrí mi primera alucinación. La llamo así a falta de otra palabra mejor y más precisa.
Me había quedado algo adormilado, cuando oí un ruido semejante a la apagada respiración de una bestia
de grandes proporciones. Al instante se me quitó toda somnolencia, persuadido que la casa misma, el
peñasco entre el cual se asentaba, y el mar que bañaba las rocas al pie del acantilado, respiraban al unísono
como las diferentes partes de un enorme ser vivo. Tuve entonces la misma impresión que he tenido otras
veces al contemplar los cuadros de ciertos pintores contemporáneos —en especial los de Dale Nichols—
que representan la tierra y sus relieves como si fueran partes de un hombre o una mujer dormidos.
Entonces me dio la impresión, digo, que me hallaba en el pecho, o en el vientre, o en la frente de un ser tan
grande que me era imposible percibirlo en su inmensidad.
No recuerdo lo que duró esta impresión. Pensé en la pregunta de Ada Marsh: «¿Ha oído?» ¿Era a esto
a lo que se refería? No me quedaba duda que la casa, y el peñasco que se servía de base, estaban tan
vivos e inquietos como aquella mar que dejaba correr sus ondas hacia el horizonte de Oriente. Continué
sentado, bajo el influjo de dicha ilusión, durante largo rato. ¿Temblaba la casa como si efectivamente
respirara? Estaba convencido que sí. De momento lo atribuí a algunas grietas de su estructura, y pensé que
seguramente estos temblores y ruidos tendrían algo que ver con la aversión de aquellas gentes hacia este
lugar.
Al tercer día abordé a Ada Marsh en pleno registro.
—¿Qué busca usted, Ada? —pregunté.
Ella me miró con sumo candor. Debió comprender que ya la había visto registrar anteriormente.
—Su tío investigaba algo, y yo he creído que a lo mejor había descubierto lo que buscaba. A mí
también me interesa. Y quizá a usted. Usted es como nosotros, es uno de los nuestros..., como los Marsh y
los Phillips de antes.
—¿Y qué es lo que busca?
—Puede ser un cuaderno de notas, un diario, unos papeles... —encogió los hombros—. Su tío me dijo
muy poca cosa, pero yo lo sé. Se iba muy a menudo, y a veces estaba ausente durante largas temporadas.
¿Adónde? Tal vez había alcanzado su objetivo, porque jamás se iba por la carretera.
—Tal vez pueda descubrirlo yo.
Negó con la cabeza.
—Usted no tiene idea. Usted es como..., como un forastero.
—¿Pero me podría usted explicar algo?
—No. Nadie se atrevería a hablar de eso a una persona demasiado joven para comprender. No, señor
Phillips, no le diré nada. No está usted preparado.
Aquello me hirió. Me sentí ofendido. Sin embargo, no quise despedirla. Su actitud era como de desafío.
IIDos días más tarde, di con lo que buscaba Ada.
Los papeles de mi tío Sylvan estaban ocultos en un lugar donde Ada había mirado al principio: detrás de
un estante de libros raros. Pero se hallaban guardados en un pequeño cajón secreto que abrí por pura
casualidad. Allí encontré un diario, muchos recortes y varias hojas de papel cubiertas con la letra menuda
de mi tío. Inmediatamente lo llevé todo a mi habitación y lo guardé, como si temiera que, a esas horas de la
noche, pudiera venir Ada Marsh a arrebatármelos. Cosa absurda, porque no sólo no le tenía miedo, sino
que me sentía atraído hacia ella, mucho más de lo que podía haberme imaginado la primera vez que la vi.
Incuestionablemente, el descubrimiento de los papeles supuso un giro radical en mi existencia. Digamos
que mis primeros veintidós años habían transcurrido, monótonos, como en un compás de espera, y que los
primeros días de mi estancia en la residencia de tío Sylvan habían constituido como una fase latente, previa
a mi acceso a un nuevo plano biológico. Mi mutación se desencadenó, sin duda, con el descubrimiento —y
la lectura, evidentemente— de los papeles.
Pero del primer párrafo donde se posaron mis ojos, no entendí ni una palabra:
«Plataforma cont. sub. Extremo Norte Inns. extendiéndose curv. hasta aprox. Singapur.
¿Origen: Ponapé? A. supone R. en Pacífico, cerca Ponapé; E. sostiene que R. está cerca de
Inns. Princ. autores lo suponen en las profundidades. ¿Podría ocupar R. totalmente la
Plataforma cont. de Inns. a Singapur?»
Este era el primer párrafo. El segundo, era aún más desconcertante:
«C..., que aguarda soñando en R., es todo en todo y en todas partes. Él está en R. (en Inns. y
Ponapé), entre las islas y en lo más hondo. Los Profundos: ¿dónde tuvieron Obad. y Cyrus el
primer contacto? ¿En Ponapé o en una de las islas menores? ¿Y cómo? ¿En tierra, o bajo las
aguas?»
Pero en el tesoro que acababa de encontrar, no había sólo notas de mi tío. Había también otros
documentos con revelaciones aún más turbadoras, como por ejemplo, una carta del Rev. Jabez Lovell
Phillips dirigida, hacía más de un siglo, a una persona que no nombraba. Decía así:
«Cierto día de agosto de 1797, el Cap. Obadiah Marsh, acompañado de su Primer Piloto
Cyrus Alcott Phillips, comunicó que su barco, el Cory, había naufragado con toda su
tripulación en las Marquesas. El Capitán y el Primer Piloto arribaron al puerto de Innsmouth
en un bote de remos sin muestra alguna de sufrimiento ni fatiga, no obstante haber recorrido
una distancia de varios miles de kilómetros en una embarcación prácticamente incapaz de
realizar esa proeza. A partir de entonces, comenzó en Innsmouth una serie de sucesos que
convirtieron al pueblo en un lugar maldito, en el curso de una generación. Surgió una raza
extraña entre los Marsh y los Phillips, y cayó una maldición sobre sus descendencias. No se
sabe de dónde salieron las mujeres que el Capitán y el Primer Piloto tomaron por esposas,
pero dieron a luz una camada de seres endemoniados y prolíficos que nadie pudo contener, y
contra la cual no me han valido mis plegarias al Señor.
»¿Qué son esas bestias que salen de las aguas a retozar, en las altas horas de la noche?
Algunos decían que eran sirenas, pero creer eso es necedad. ¿Qué habían de ser, sino las
hordas malditas, engendradas por Marsh y por Phillips ?»...
No continué leyendo. Este lenguaje me llenaba de inquietud.
Volví a tomar el diario de mi tío, y busqué la última anotación:
«R. está donde yo me figuraba. La próxima vez veré al propio C., aletargado en las
profundidades, en espera del día de su resurgimiento.»
Pero no hubo próxima vez para tío Sylvan, sino la muerte. Antes de esta última anotación había muchas
más. Evidentemente, mi tío se había ocupado de cuestiones que estaban fuera de mis alcances. Hablaba de
Cthulhu y R’lyeh, de Hastur y Lloigor, de Shub-Niggurath y Yog-Sothoth, de la Meseta de Leng, de los
Fragmentos de Sussex, del Necronomicón, de la Galería de Marsh, del Abominable Hombre de las
Nieves... Pero de lo que hablaba con más frecuencia, era de R’lyeh, del Gran Cthulhu —el «R.» y el «C.»
de sus papeles— y de la búsqueda que él había llevado a cabo, la cual, como bien se deducía de sus
escritos, tenía por objeto descubrir los refugios de esos seres o los seres que se refugiaban en esos
refugios, que yo apenas si lograba distinguir los unos de los otros, según la forma con que él anotaba sus
ideas. Desde luego, sus notas estaban redactadas para su uso personal, de forma que sólo él las entendería.
Yo no tenía ningún marco de referencia al que poder recurrir.
Entre los documentos encontré también un mapa trazado con tosquedad por alguna mano más antigua
que la de mi tío Sylvan, a juzgar por lo viejo y arrugado del papel. Este mapa me fascinaba, a pesar de no
tener idea exacta de su importancia ni utilidad. Era una representación desmañada del mundo, pero no del
mundo que conocía yo, no del mundo de los atlas geográficos, sino más bien de un mundo que sólo había
existido en la imaginación de quien lo había trazado. En el corazón de Asia, por ejemplo, el artista había
situado la «Mes. Leng»», y al norte de ésta, en el lugar que correspondía a Mongolia estaba «Kadath, en el
Desierto de Hielo», zona que era definida como un «continuo tempo-espacial coextensivo». En el mar de
Polinesia estaba indicada la «Galería Marsh», que sería (supuse yo) una grieta en el fondo del océano.
También estaba señalado el Arrecife del Diablo, a cierta distancia de Innsmouth, así como Ponapé. Estos
últimos puntos eran perfectamente reconocibles, pero los demás nombres geográficos de aquel mapa
fabuloso eran absolutamente desconocidos para mí.
Escondí mi botín en un lugar donde a Ada Marsh no se le ocurriría buscarlo, y regresé, pese a lo tarde
que era ya, a la habitación central. Allí, como movido por un instinto, busqué sin vacilar en el estante tras el
cual había descubierto los papeles. En él estaban algunos de los libros que mencionaba tío Sylvan en sus
notas: los Fragmentos de Sussex, los Manuscritos Pnakóticos, los Cultes des Goules del conde
d’Erlette, el Libro de Eibon, los Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, y muchos otros. Pero,
¡lástima!, la mayoría estaban en latín o en griego, lenguas que apenas dominaba yo, aun cuando, mal que
peor, pudiera defenderme en francés o alemán. No obstante, descifré lo bastante de ésos como para sentir
miedo de verdad, para sentir terror y, a la vez, una excitación no exenta de cierta euforia, como si mi tío
Sylvan me hubiese legado, no sólo la casa y sus propiedades, sino también sus investigaciones, y una
ciencia que ya era vieja millones de años antes de aparecer el hombre.
Aquella noche estuve leyendo hasta que el sol del nuevo día entró en la estancia haciendo palidecer las
luces de las lámparas. Y así fue cómo supe de los Primigenios, que fueron los primeros en dominar los
universos y de los Dioses Arquetípicos, que derrotaron a los rebeldes Primordiales. Entre estos
Primordiales se contaban: el Gran Cthulhu, morador de las aguas; Hastur, que dormía en el Lago de Hali,
en las Híadas; Yog-Sothoth, que es Todo-en-lo-Uno y Uno-en-el-Todo; Ithaqua, El Que Camina Sobre El
Viento; Lloigor, El Que Pisa Las Estrellas; Cthugha, que habita en el fuego; el Gran Azathoth..., y todos
habían sido vencidos y expulsados a los espacios exteriores, donde esperarían el día remoto en que, con
ayuda de sus seguidores, podrían alzarse para vencer a las razas humanas y someter a Los Dioses
Arquetípicos. Y me enteré también del nombre de sus esbirros: Los Profundos, que poblaban los mares y
las regiones acuáticas de la Tierra; los Dhols; el Abominable Hombre de las Nieves, habitante del Tíbet y la
oculta Meseta de Leng; los Shantaks, que huyeron de Kadath, en el Desierto de Hielo, por mandato de El
Que Camina Sobre El Viento, llamado Wendigo, pariente de Ithaqua. Y me enteré, también, de su
rivalidad, una y múltiple a la vez. Todo eso leí, y más, bastante más, entre otras cosas, una colección de
recortes de periódicos sobre sucesos misteriosos que tío Sylvan aducía como pruebas de la verdad de sus
creencias. Por otra parte, en las páginas de los libros me tropecé, también, con la curiosa sentencia que
adornaba las decoraciones de la casa de mi tío: Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.
En más de uno de aquellos relatos, estaba traducida así: «En su morada de R’lyeh, Cthulhu muerto, sueña.»
Y las exploraciones de mi tío no tenían otro objeto, sin duda, que el de encontrar ¡el refugio subacuático
de Cthulhu!
A la fría luz de la madrugada me esforcé por criticar mis propias conclusiones. ¿Acaso creía mi tío
Sylvan en semejante maraña de fábulas? ¿O tal vez sus pesquisas no eran más que un modo de combatir su
aburrimiento de hombre solitario? La biblioteca de mi tío era inmensa, abarcaba toda la literatura universal.
Sin embargo, una sección de estanterías estaba dedicada exclusivamente a libros de temas esotéricos, a
libros sobre creencias extrañas y hechos más extraños aún, inexplicables a la luz de la ciencia, a libros
sobre religiones herméticas, casi desconocidas. Tenía, además, una abundante cantidad de álbumes con
artículos recortados de periódicos y revistas, cuya lectura me produjo, a la vez, una sensación de miedo y
una chispa de irresistible regocijo. En efecto, estos hechos, relatados de manera prosaica, constituían una
prueba singularmente convincente a favor de los mitos en que creía mi tío.
De todos modos, aquella mitología no constituía ninguna novedad. Todas las creencias religiosas, todos
los mitos, cualquiera que sea la cultura a que pertenecen, poseen una cierta analogía en sus fundamentos.
Siempre giran en torno a la lucha entre las fuerzas del Bien y las fuerzas del Mal. Este tema también
formaba parte de las teorías de mi tío. Los Primigenios y los Dioses Arquetípicos —que, según lo que pude
colegir, venían a ser lo mismo— representaban el Bien original. Los Primordiales representaban el Mal.
Como sucede en muchas religiones, apenas se nombraba a los dioses benefactores, en este caso, a los
Dioses Arquetípicos. En cambio, se citaba continuamente a los Primordiales, que aún eran adorados y
servidos por multitud de seguidores esparcidos por toda la Tierra y los espacios interplanetarios. Los
Primordiales no sólo combatían a los Dioses Arquetípicos, sino que luchaban también entre sí, en un
empeño supremo por la dominación final. Eran, en suma, representaciones de las fuerzas elementales, y
cada uno correspondía a un elemento: Cthulhu, al agua; Cthugha, al fuego; Ithaqua, al aire; Hastur, a los
espacios siderales. Otros, representaban las grandes fuerzas primitivas: Shub-Niggurath, Mensajera de los
Dioses, la fertilidad; Yog-Sothoth, el continuo tempo-espacial; Azathoth, en cierto modo, el principio del
mal.
¿No resultaba, en definitiva, una mitología muy semejante a las demás? Los Dioses Arquetípicos
pudieron convertirse, andando el tiempo, en la Trinidad de las religiones judeocristianas; los Primordiales,
para la mayoría de los creyentes, se transformaron después en Satán y Belcebú, Mefistófeles y Azrael. Lo
único que me inquietaba, era que existiesen a un tiempo los originales y sus copias. Pero tampoco esto tenía
demasiada importancia, porque ya se sabe que en la historia de la humanidad se superponen continuamente
distintos eslabones evolutivos de una misma creencia.
Más aún: había ciertos datos que permitían suponer que los mitos de Cthulhu eran muy anteriores no
sólo al cristianismo, sino incluso a las creencias de la antigua China y de los albores de la Humanidad,
habiendo logrado sobrevivir en determinadas regiones de la Tierra: entre los Tcho-Tcho del Tíbet y los yeti
de las altas mesetas de Asia, así como entre ciertos seres extraños que habitaban en el mar, conocidos
como los Profundos, híbridos anfibios, nacidos de antiguos apareamientos entre humanoides y batracios, o
producto quizá de ciertas mutaciones manifestadas en el curso de la evolución humana. Tales mitos habían
sobrevivido igualmente, de manera reconocible, en determinados símbolos religiosos muy posteriores: en
Quetzalcoatl y otros dioses aztecas, mayas e incas; en los ídolos de la Isla de Pascua, en las máscaras
ceremoniales de los polinesios y los indios norteamericanos de la costa nordoccidental, donde aún
persistían, como motivos ornamentales, formas tentaculares y octópodas, análogas a la que simbolizaba a
Cthulhu. En resumen, podía decirse con seguridad que los mitos de Cthulhu eran antiquísimos.
Aun adscribiéndolos al reino de la pura teoría, me sentí abrumado por la tremenda cantidad de artículos
que había recogido mi tío. Las prosaicas reseñas periodísticas contribuyeron no poco a hacerme dudar de
mi escepticismo, por su tono aséptico y puramente informativo. Tales artículos, además, no procedían de la
prensa sensacionalista, sino de revistas serias como el National Geographic. Total, que me quedé hecho
un mar de confusiones.
¿Qué pudo haberle pasado a Johansen, con su barco Emma, sino lo que él mismo declaró? ¿Acaso
existía otra explicación?
¿Y por qué el gobierno norteamericano envió destructores y submarinos para machacar con cargas de
profundidad los alrededores del Arrecife del Diablo, frente al puerto de Innsmouth? ¿Y por qué la policía
detuvo a tantos vecinos de Innsmouth, a quienes no se volvió a ver nunca más? ¿Y el incendio que se
declaró por toda la comarca costera, acabando con muchos otros? ¿Cómo explicar todo esto, si no era
cierto que se habían descubierto extraños ritos entre gentes de Innsmouth que mantenían relaciones
diabólicas con ciertos seres que habitaban en el mar, a los cuales se les veía en el Arrecife del Diablo,
durante la noche?
¿Y que le sucedió a Wilmarth en la montañosa comarca de Vermont cuando, en el curso de sus
investigaciones acerca de los cultos a los Arcaicos, se acercó demasiado a la verdad? ¿Y qué fue de todos
los escritores que habían tomado el asunto como pura ficción —Lovecraft, Howard, Barlow—, o lo habían
enfocado de forma científica —como Fort—, cuando se hallaban a punto de desvelar el misterio?
Murieron. Murieron, o desaparecieron como Wilmarth. Y casi todos de muerte prematura, cuando todavía
eran jóvenes. Mi tío tenía sus obras, aunque de todos ellos, sólo Lovecraft y Fort las habían publicado en
forma de libro. Los leí, y lo que decían me inquietó aún más, porque me pareció que las fantasías de H. P.
Lovecraft se hallaban tan cerca de la verdad como los hechos —tan inexplicables para la ciencia—
recogidos por Charles Fort. Aunque los relatos de Lovecraft fueran fantasías, se ceñían a los hechos —aun
rechazando los recopilados por Fort— que subyacen bajo las creencias del género humano. En sí mismos,
estos relatos eran cuasi míticos, como el destino final de su autor, cuya muerte prematura llegó a suscitar
infinidad de leyendas que dificultaban aún más la tarea de esclarecer la verdad desnuda. Pero había llegado
el momento, para mí, de ahondar en los secretos contenidos en los libros de mi tío, y de bucear en sus
anotaciones y colecciones de artículos. Una cosa estaba clara: mi tío había creído en ello hasta el punto de
emprender la búsqueda del reino sumergido —o de la ciudad sumergida— de R’lyeh. Yo no sabía si era
reino ni ciudad, o si rodeaba la tierra desde la costa atlántica de Massachusetts hasta las Islas del Pacífico;
pero sí sabía que era allí, donde había sido desterrado Cthulhu, muerto, y sin embargo, no muerto:
«¡Cthulhu muerto, sueña!», decía más de un relato..., en espera que llegue el momento de rebelarse
nuevamente contra el poderío de los Dioses Arquetípicos e imponer su dominio en el universo entero. Pues,
¿acaso no es cierto que, si triunfa el mal, se convierte en ley de vida, y entonces es justo combatir el bien?
¿Acaso no es la mayoría la que impone la norma, y que en ella no cabe lo anormal o, como dice la
Humanidad, el mal, lo abominable?
Mi tío había buscado R’lyeh, y había descrito sus investigaciones de manera sobrecogedora. Había
descendido a las profundidades del Atlántico, desde esta casa suya que se asoma a la costa, hasta el
Arrecife del Diablo y aún más allá. Pero no decía qué medios había empleado. ¿Había utilizado un equipo
de buzo? ¿Acaso una batisfera? Por la casa no descubrí el menor rastro de aparatos de sumersión. Sus
largas ausencias, por otra parte, se debían a estas exploraciones. Y con todo, no citaba en absoluto sus
aparatos, ni éstos habían aparecido entre sus bienes.
Si R’lyeh era el objeto de los afanes de mi tío, ¿qué pretendía Ada Marsh? Tenía que averiguarlo. Para
ello, dejé al día siguiente algunas notas de mi tío sobre la mesa de la biblioteca. Me las arreglé para poder
vigilarla en el momento en que las descubriera. Su reacción no dejó lugar a dudas: lo que ella buscaba era
lo que yo había encontrado. Ada Marsh conocía la existencia de esos papeles. Pero, ¿cómo?
Entré. Antes que pudiera abrir la boca, me abordó.
—¡Los ha descubierto! —exclamó.
—¿Cómo sabía usted que existían?
—Porque conocía sus trabajos.
—¿Su búsqueda?
Afirmó con la cabeza.
—No es posible que crea usted en esas cosas —protesté yo.
—¡Cuidado que es usted estúpido! —exclamó coléricamente—. ¿No le dijeron nada sus padres? ¿Ni
su abuelo? ¿Cómo ha podido vivir en la ignorancia?
Se acercó a mí y me arrojó los papeles.
—¡Déjeme ver los demás!
Hice un signo negativo.
—¡Por favor! A usted no le son de utilidad —insistió.
—Eso ya lo veremos.
—Dígame entonces si él había..., si había iniciado sus exploraciones.
—Sí. Pero no sé cómo. No hay ni rastro de escafandra ni de bote.
Al oír estas palabras me lanzó un mirada desafiadora, y a la vez, de desprecio y de lástima.
—¡Ni siquiera ha leído usted todos sus papeles! ¡No ha leído los libros tampoco!... ¡Nada! ¿Sabe lo
que tiene a sus pies?
—¿La alfombra? —pregunté perplejo.
—No, no..., el dibujo. Está en todas partes. ¿No sabe usted por qué? ¡Porque es el gran sello de
R’lyeh! Lo descubrió hace años, y tuvo el orgullo de ponerlo en su propia casa, como blasón! ¡Está usted
encima de lo que busca! Busque usted un poco más, y encontrará su anillo.
IIIDespués de marcharse Ada Marsh, volví a los escritos de mi tío. No los dejé hasta mucho después de
medianoche, cuando los hube leído casi todos, algunos de ellos con especial atención. Me resultaba difícil
creer aquello, a pesar que mi tío no sólo lo había escrito íntimamente convencido de su veracidad, sino que
además parecía haber tomado parte en algunos de los hechos que describía. Desde temprana edad se
había dedicado a la busca del reino sumergido, y había profesado una abierta devoción a Cthulhu; lo más
escalofriante era que en sus anotaciones figuraban veladas alusiones a ciertos encuentros, que unas veces
tuvieron lugar en las profundidades del océano, y otras, en las calles de Arkham, ciudad envuelta en
misteriosas leyendas, cuyos tejados y buhardillas se alzan tierra adentro, a orillas del río Miskatonic, ya
cerca de Innsmouth y Dunwich. Al parecer, los ciudadanos de Arkham, que según algunos no eran
enteramente humanos, creían lo mismo que mi tío y, como él, se habían vinculado a ese mito que resucitaba
de un pasado remoto.
Y no obstante, pese a mi escepticismo, yo sentía también una sombra de credulidad irreprimible. Mi
razón vacilaba entre las extrañas insinuaciones de sus notas, ante aquellos apuntes llenos de abreviaturas y
elipsis, que sólo él podía entender con claridad, y que no detallaba por tratarse de temas para él de sobra
conocidos. Así, aludía a las bodas profanas de Obadiah Marsh y «otros tres» (¿quizá algún Phillips entre
ellos?), al descubrimiento de unas fotografías de algunas mujeres de la familia Marsh: la viuda de Obadiah
—de rostro singularmente aplastado, piel excesivamente morena, boca enorme y labios finos—, y sus hijas,
que casi todas habían salido a la madre... También me llenaban de inquietud las extrañas alusiones a la
forma en que caminaban, como a saltos, «los descendientes de aquellos que se salvaron del naufragio del
Cory», como decía textualmente tío Sylvan. No había posibilidad de equivocarse respecto al significado de
sus notas: Obadiah Marsh se había casado en Ponapé con una mujer que no era polinesia, aunque vivía allí,
y que pertenecía a una raza marina semihumana; sus hijos, y los hijos de sus hijos, nacieron con el estigma
de ese matrimonio, lo que más tarde tuvo como consecuencia la hecatombe de 1928, en la que perdieron
la vida tantísimos miembros de las viejas familias de Innsmouth. Aunque mi tío refería de pasada estos
detalles, detrás de sus palabras palpitaba el horror y aún resonaba el eco del desastre.
En efecto, las personas que mencionaba en sus escritos estaban siempre aliadas a los Profundos, y eran,
como éstos, criaturas anfibias. No decía si esa mancha hereditaria se había extendido mucho o poco, ni
especificaba qué tipo de relación había entre él y esas criaturas. Ni el capitán Obadiah Marsh, ni Cyrus
Phillips, ni tampoco los otros dos tripulantes que se habían quedado en Ponapé, poseían los rasgos típicos
de sus mujeres y sus hijos. Pero era imposible averiguar si el estigma se mantenía después de la primera
generación. ¿Se refirió a eso Ada Marsh, cuando me dijo: «¡Usted es de los nuestros!»? ¿O aludía a un
secreto más sombrío todavía? Probablemente, la aversión que sentía mi abuelo al mar era debida a que
conocía las hazañas de su padre. Al menos él, había conseguido eludir su tenebroso destino hereditario.
Pero los escritos de mi tío eran, por una parte, demasiado vagos para poder sacar una idea coherente
de todo el asunto, y por otra, demasiado ingenuos para convencer plenamente. Lo que más me inquietó
desde el primer momento, fueron sus repetidas alusiones a que su casa era un «abrigo»», un «punto» de
contacto, un «acceso a lo que está debajo». En sus primeras anotaciones encontró también frecuentes
consideraciones sobre la «respiración» de la casa y de la punta rocosa sobre la cual se elevaba, pero más
adelante no volvió a hacer ninguna otra referencia a estas cuestiones. Sus notas eran oscuras y difíciles,
tremendas y maravillosas. Me llenaban de terror y, a la vez, de una colérica incredulidad mezclada,
contradictoriamente, a un vivo deseo de creer y de saber.
Indagué por todas partes, pero sin resultado. La gente de Innsmouth era recelosa. Algunas personas me
esquivaban declaradamente. Otras, cambiaban de acera al verme venir; en el barrio italiano, se santiguaban
de manera descarada, como si vieran al diablo. Nadie quiso darme información alguna. Tampoco pude
hacer uso de libros y crónicas locales en la biblioteca pública porque, según me dijo el bibliotecario, habían
sido confiscados en su mayoría por el Gobierno a raíz del incendio y las explosiones de 1928. Busqué en
otras partes. En Arkham y Dunwich conocí secretos aún más sombríos; en la gran biblioteca de la
Universidad del Miskatonic descubrí, por fin, la fuente y origen de todos los libros de saber oculto: el casi
mítico Necronomicón, del árabe loco Abdul Alhazred, libro que sólo me fue permitido manejar bajo la
estrecha vigilancia de un auxiliar bibliotecario.
Unas dos semanas después de haber descubierto los papeles de mi tío encontré la sortija. La encontré
donde menos habría imaginado, y, sin embargo, era un sitio bien lógico: en un paquete de objetos
personales remitido por la empresa de pompas fúnebres, que estaba guardado en un cajón del escritorio. El
anillo era de plata maciza, y tenía montada una piedra de color lechoso que parecía una perla —aunque no
lo era—, y en su superficie llevaba grabado el sello de R’lyeh.
La examiné atentamente. A primera vista no tenía nada de extraordinario, salvo su tamaño. Sin
embargo, el hecho de llevarla puesta traía consigo efectos inimaginables: apenas me la hube colocado en un
dedo, cuando sentí como si ante mí se abrieran dimensiones nuevas, o como si los horizontes habituales
retrocediesen ilimitadamente. Todos mis sentidos se aguzaron. Lo primero que noté a este respecto, fue el
susurro de la casa y el peñasco, acompasado ahora al blando movimiento del mar. Era como si la casa y la
roca se elevaran y descendieran con las olas. Incluso me parecía oír el rítmico vaivén del agua bajo el
mismo edificio.
Al mismo tiempo, y tal vez esto tenía mayor importancia, cobré conciencia de un luminoso despertar
psíquico. Gracias a la sortija, percibí la opresiva existencia de unas fuerzas invisibles incalculablemente
poderosas, que tenían la casa de mi tío como punto focal. En una palabra, notaba como si yo atrajese las
inmensas fuerzas elementales que me rodeaban, como si se precipitasen sobre mí hasta convertirse en una
isla azotada por una mar embravecida, batida por un torbellino de huracanes. Me sentí desgarrado,
próximo a la desintegración, hasta que, por último, y casi con alivio, oí el sonido de un voz horrible, animal,
que se elevaba en un ulular espantoso. No provenía de la mar ni del cielo, sino de las profundidades de la
tierra: ¡de debajo de la casa!
Me arranqué la sortija del dedo y, en el acto, todo se calmó. La casa y el peñasco volvieron a su
quietud y soledad. Los vientos y las aguas que habían estremecido el mundo se apaciguaron, y se extinguió
todo rumor. La voz se acalló, restableciéndose el silencio. Mi vivencia extrasensorial había terminado, y
nuevamente pareció como si las cosas recobraran su primitiva actitud de espera. La sortija de mi tío era,
pues, un talismán, clave de su sabiduría y acceso a otras regiones del ser.
Gracias a la sortija descubrí el camino que había seguido mi tío para llegar al mar. Yo llevaba mucho
tiempo buscando un sendero que bajase hasta la playa, pero no descubrí ninguno que mostrara señales de
uso constante. Sin embargo, había algunos caminos que descendían por el declive acantilado; en
determinados puntos, habían excavado unos peldaños, de forma que se pudiera llegar hasta el borde del
agua desde la casa misma, situada en lo alto del promontorio. Pero no había sitio para varar una
embarcación, y el agua allí era profunda. En aquel paraje me bañé varias veces, con una sensación de goce
casi irracional, tan grande era el placer que me daba el nadar. Pero había muchas rocas, y la playa quedaba
demasiado lejos del promontorio para cubrir la distancia a nado, a menos que se tratara de un buen
nadador como —para asombro mío— comprobé que era yo.
Tenía intención de preguntar a Ada Marsh acerca de la sortija. Fue por ella por quien supe de su
existencia; pero desde el día en que me negué a cederle los papeles de mi tío, no había vuelto a aparecer
por la casa. Lo cierto es que a veces la había sorprendido merodeando por los alrededores, o había
descubierto su coche estacionado junto a una carretera que pasaba relativamente cerca de mi finca, tierra
adentro. Un día fui a Innsmouth a buscarla, pero no estaba en su casa. Al preguntar por ella, la mayoría de
la gente me manifestó abierta hostilidad y recelo; en cambio, hubo quienes me dirigían curiosas miradas,
tímidas, aunque llenas de un significado que yo no supe interpretar. Cuando me miraban así,
sistemáticamente se trataba de unos tipos mal vestidos y andar bamboleante que vivían en el barrio
marinero.
De modo que no fue Ada Marsh quien me ayudó a encontrar el camino que llevaba a mi tío hasta el
mar. Un día me puse la sortija y, atraído por el agua, decidí bajar hasta la orilla, cuando me di cuenta al
cruzar la gran habitación central que me era virtualmente imposible salir de ella; era como si todo el salón
tirase del anillo. Dejé de debatirme al notar que empezaba a manifestarse una gran fuerza psíquica, y me
quedé inmóvil, en espera que ésta me guiara. Así, pues, cuando me sentí impulsado hacia cierta figura
labrada en madera, singularmente repulsiva, que representaba un híbrido espantoso de batracio y se hallaba
fija en un pedestal adosado a una de las paredes del salón, cedí al influjo, me acerqué, la agarré, empujé y
tiré de ella, y finalmente traté de hacerla girar a derecha e izquierda. Al moverla hacia la izquierda, cedió.
Inmediatamente se oyó un crujido de cadenas, un rechinar de mecanismos, y toda la sección del suelo
que estaba cubierta por la alfombra con el sello de R’lyeh, se levantó como una trampa enorme. Me
acerqué asombrado. El pulso me latía aceleradamente por la excitación. Me asomé al pozo y vi una gran
profundidad, oscura y bostezante, por la que descendían en espiral unos peldaños labrados en la sólida
roca sobre la cual se asentaba la casa. ¿Conducían hasta el agua? Tomé al azar un tomo de las obras de
Dumas, y lo dejé caer. Escuché atento unos momentos, hasta que se oyó un chapuzón distante.
Entonces, con mucha prudencia, bajé por la interminable escalera, sintiendo cada vez más fuerte el olor
a mar. ¡No era extraño que se sintiera el mar dentro de casa! Continué mi descenso. El ambiente se hizo
frío y húmedo, hasta que finalmente noté que las paredes y los escalones estaban mojados, y oí el incesante
movimiento del agua, el chapoteo del mar que entraba en la roca por alguna grieta. Por último, llegué al final
de la escalera y vi que me encontraba en el borde mismo del agua, en una caverna tan grande que en ella
cabría la misma casa. Efectivamente, éste, y no otro, era el camino que mi tío había empleado hasta el mar.
Pero entonces me quedé más desconcertado que nunca: aquí tampoco había rastro alguno de bote ni
equipo de buceo, sino huellas de pies únicamente... A la luz de las cerillas, aún descubrí algo más: unas
señales largas, unos rastros espumajosos, como si algún ser monstruoso hubiese descansado sobre el piso
de la caverna. Me hicieron pensar con la carne de gallina, en las estatuillas y bajorrelieves de Polinesia, del
gran salón central, coleccionados por tío Sylvan y otras personas de mi familia.
No sé el tiempo que permanecí en ese lugar. Allí, al borde del agua, con el sello de R’lyeh en mi dedo,
percibí en la profundidad de las aguas un rebullir de vida que provenía no de la misma caverna, sino del
exterior, o sea de la mar abierta, lo que me hizo pensar en la existencia de alguna comunicación. Esta
comunicación estaría bajo la superficie ya que, como pude comprobar a la luz de las cerillas, las paredes de
la caverna eran de sólida roca sin grietas ni hendiduras. Por consiguiente, tenía que haber una comunicación
con el mar y yo debía encontrarla sin demora.
Subí de nuevo las escaleras, cerré la abertura, tomé el coche y salí rápidamente para Boston. Volví ya
de noche con una escafandra y una botella de oxígeno, dispuesto a sumergirme al día siguiente. No me
quité ya la sortija, y aquella noche soñé con remotas edades de sabiduría, con ciudades que se alzaban en
fabulosos rincones de la Tierra: la desconocida Antártida, las regiones montañosas del Tíbet, las
insondables profundidades del mar... Soñé que me movía entre moradas de fantástica belleza, junto con
otros individuos de mi especie. Teníamos por aliados a unos seres de pesadilla, criaturas cuyo aspecto me
habría helado la sangre a la luz del día. En ese mundo nocturno estábamos todos reunidos por una sola
razón: servir a los Grandes, de quienes formábamos el séquito. Pasé la noche entera soñando otros
mundos, otras manifestaciones de vida, y experimentando sensaciones nuevas e increíbles, ante unos seres
provistos de tentáculos que exigían de nosotros obediencia y sumisión religiosa. A la mañana siguiente me
desperté agotado y, no obstante, lleno de alborozo, como si hubiera vivido aquellos sueños en la realidad, y
me sintiera aún en posesión de un vigor inimaginable, dispuesto a soportar con alegría las duras pruebas
que había de pasar.
Pero me encontraba en el umbral de un descubrimiento aún mayor.
Al atardecer del día siguiente me puse la escafandra y las aletas, me coloqué las botellas de oxígeno, y
descendí a la caverna. Aun ahora me resulta difícil hablar de lo que me sucedió a continuación sin llenarme
de asombro. Me sumergí con mucha precaución en aquellas aguas, busqué el fondo hasta encontrarlo, me
orienté hacia el exterior y me adentré por una grieta cuya altura era más del doble que la de una persona.
De pronto, llegué a su desembocadura y de allí, sin más, me lancé al vacío y comencé a descender hacia el
fondo del océano a través de un mundo gris verdoso de rocas y arena, de vegetación acuática que ondeaba
y se retorcía bajo la luz difusa de las profundidades.
Empecé a sentir la presión del agua, y me pregunté si no sería excesivo el peso de las botellas y la
escafandra a la hora de subir. Tal vez me viese obligado a buscar una rampa costera que me ayudara a
llegar hasta la orilla, y entonces apenas tendría tiempo para realizar mi inspección. A pesar de todo,
continué adelante, alejándome de la costa de Innsmouth en dirección al sur.
De repente me di cuenta de algo horrible y es que, aun en contra de mi voluntad, avanzaba como
atraído por un influjo. Las botellas no tardarían en agotarse y si me alejaba demasiado de la costa, no
podría llenarlas antes de regresar. Sin embargo, me era imposible cambiar el rumbo que llevaba mar
adentro. Era como si una fuerza me obligara a seguir avanzando, a alejarme invariablemente de la costa, a
bajar la suave pendiente que arrancaba del pie de la punta rocosa de la casa en dirección sudeste. Continué
en esta dirección sin detenerme, a pesar de sentirme cada vez más sobrecogido por el pánico... Era preciso
dar media vuelta, tenía que emprender el camino de regreso. Para nadar hasta la boca de la gruta sería
necesario un esfuerzo casi sobrehumano. Y ahora que el aire estaba a punto de terminarse, sería casi
imposible llegar al pie de la escalera secreta, si no volvía inmediatamente.
Había algo, empero, que no me permitía volver. Seguí avanzando como dominado por una voluntad
superior que anulaba la mía propia. No tenía alternativa, había de seguir; cada vez me iba sintiendo más
alarmado, y más violentamente me debatía entre lo que deseaba y lo que me sentía obligado a hacer. El
oxígeno disminuía por segundos. Varias veces me elevé nadando vigorosamente. Pero a pesar que no
sentía la fatiga de nadar —en efecto, lo hacia casi con milagrosa facilidad—, siempre regresaba al fondo
del océano y tomaba nuevamente el mismo rumbo.
En una ocasión me detuve a mirar alrededor. Traté en vano de escudriñar aquellas profundidades. Me
dio la impresión que me seguía un enorme pez verdoso y pálido que me hizo pensar en una sirena porque
me pareció verle como una cabellera flotante. Pero poco después se perdió entre las rocas y las tupidas
algas de aquel paraje. No me entretuve demasiado. En seguida me sentí forzado a continuar, hasta que por
último me di cuenta que el oxígeno tocaba a su fin. Mi respiración se hizo más trabajosa, luché
desesperadamente por nadar hacia la superficie, pero lo único que conseguí fue perder el equilibrio y caer
por un tremenda grieta que se abría en el fondo del océano.
Unos segundos antes de perder el conocimiento, vi de nuevo la sombra del gran pez que me seguía. Se
lanzó velozmente sobre mí y noté que unas manos manipulaban mi escafandra y mis botellas... No era un
pez ni una sirena: ¡Era el cuerpo desnudo de Ada Marsh, con sus largos cabellos ondeantes, que nadaba
con la soltura y facilidad de un habitante del océano!
IVLo que siguió a esta visión casi de ensueño fue lo más increíble de todo. Casi inconsciente, sentí que
Ada Marsh me arrancaba la escafandra y las botellas, y las arrojaba a la grieta. Luego, poco a poco, fui
recuperando el conocimiento. Ada Marsh me arrastraba con sus dedos fuertes y robustos, nadando, no
hacia la superficie, sino hacia adelante. Y descubrí que yo podía nadar con la misma facilidad que ella, y
como ella, abría y cerraba la boca como si respirara a través del agua..., ¡y así era, en efecto! Sin
sospecharlo, poseía un don ancestral que ponía ahora a mi alcance todas las inmensas maravillas del mar...,
¡podía respirar sin necesidad de salir a la superficie! ¡Era anfibio!
Ada avanzaba delante de mí, y yo la seguía. Yo era veloz, pero ella lo era más. Ya no caminaba
pesadamente por el fondo del océano, sino que cruzaba el agua impulsado por unos brazos y unas piernas
que estaban hechos para nadar. Sentí el gozo triunfal e incontenible de moverme libremente en el agua,
hacia una meta que vislumbraba vagamente. Ada me señalaba el camino, yo la seguía de cerca, mientras
allá arriba, en el mundo de los hombres, el sol se hundía en el ocaso, moría el día, se apagaba el resplandor
del horizonte, y la luna, como una hoz, encendía la última luminaria de la tarde.
A esa hora subimos a la superficie, a lo largo de una pared rocosa que acaso pertenecía a la costa o a
una isla. Cuando salimos a flote, vi que estábamos lejos de tierra, junto a un arrecife que emergía del mar y
desde el cual se podían ver las luces intermitentes de un puerto lejano. Miré en torno, buscando con los
ojos a Ada Marsh. La vi a la luz de la luna y me senté en la roca, a su lado. Entre nosotros y la costa, se
balanceaban las sombras de unos botes. Entonces supe dónde estábamos: en el Arrecife del Diablo, frente
a Innsmouth, donde una vez, antes de la desastrosa noche de 1928, nuestros antecesores habían
confraternizado con sus hermanos de las profundidades.
—¿Cómo pudiste ignorarlo? —preguntó Ada—. Has estado a punto de morir asfixiado. Si no llego a
seguirte...
—Nunca tuve ocasión de enterarme.
—¿Cómo crees que salía tu tío a explorar, más que así?
Lo que buscaba tío Sylvan era lo mismo que buscaba ella. Ahora, lo buscaría yo también.
Encontraríamos primero el sello de R’lyeh, y después, al que duerme y sueña en las profundidades, al ser
cuya llamada había sentido en mí: el gran Cthulhu. Ada estaba segura que R’lyeh no se hallaba frente a
Innsmouth. Y para demostrarlo, me condujo de nuevo a las simas que se abren al pie del Arrecife del
Diablo. Allí me enseñó las grandes construcciones megalíticas —ahora en ruinas, como consecuencia de las
cargas de profundidad arrojadas en 1928— donde, muchos años antes, los primeros Marsh y Phillips
habían mantenido contacto con los Profundos. Y nadamos entre las ruinas de la que en tiempos fuera una
gran ciudad, y entre ellas vi al primero de los Profundos, y su visión me llenó de horror. Era una caricatura
grotesca de un ser humano en forma de rana; nadaba con unos movimientos exagerados, idénticos a los de
los batracios. Se nos quedó mirando descaradamente con sus ojos abultados, sin ningún miedo, pues
reconocía en nosotros a sus hermanos del exterior. Seguimos descendiendo entre monolitos, hasta llegar al
piso del océano. La destrucción había sido enorme allí. De ese mismo modo habían sido derruidas otras
ciudades submarinas, merced al empeño de un reducido número de hombres determinados a evitar el
regreso del gran Cthulhu.
Después, subimos y regresamos a la casa del promontorio, donde Ada había dejado sus ropas. Allí
hicimos un pacto que nos uniría mutuamente, y proyectamos un viaje a Ponapé para continuar nuestra
búsqueda.
A las dos semanas salimos con rumbo a Ponapé en un barco fletado, cuya tripulación ignoraba por
completo el objeto del viaje. Confiábamos en el éxito; teníamos la esperanza de encontrar lo que
buscábamos en alguna de las islas de Polinesia no registradas en las cartas de navegación. Y una vez
hallado, nos uniríamos para siempre con nuestros hermanos del mar, con los servidores que aguardan el día
de la resurrección, cuando Cthulhu, y Hastur, y Lloigor, y Yog-Sothoth, se levanten de nuevo para vencer
a los Dioses Arquetípicos en la titánica lucha que ha de venir.
En Ponapé establecimos nuestro cuartel general. Unas veces partíamos directamente desde allí para
investigar; otras, zarpábamos en nuestro barco haciendo caso omiso de la curiosidad de los tripulantes.
Registramos las aguas y en algunas ocasiones, tardamos varios días en volver. Mi metamorfosis no tardó
mucho tiempo en completarse. No me atrevo a decir cómo ni de qué nos alimentábamos en aquellas
expediciones submarinas. Una vez cayó al agua un gran avión de una línea comercial..., pero eso no
sucedió más que una sola vez. Baste decir que sobrevivíamos, que hice cosas que sólo un año antes me
habrían parecido propias de bestias, que únicamente nos impulsaba a seguir adelante la urgencia de nuestra
búsqueda, y que nada nos importaba, sino vivir y alcanzar la meta que nos habíamos propuesto.
¿Cómo describir lo que vimos, y pedir después que se me crea? Encontramos las grandes ciudades del
fondo oceánico. La más grande de todas, la más antigua, se hallaba frente a la costa de Ponapé. En ella
pululaban los Profundos. Y entre las torres y las grandes lajas, entre alminares y cúpulas, paseamos días y
días en aquella ciudad sumergida, casi perdida en medio de la vegetación submarina. Allí vimos cómo vivían
los Profundos, confraternizamos con extraños seres acuáticos cuyo aspecto general recordaba a los pulpos,
luchamos a menudo contra los tiburones, y sólo vivimos para servir a Aquel cuya llamada se oye en las
profundidades, aunque no se sepa dónde yace y sueña con el día en que haya de volver.
Nuestras continuas exploraciones de ciudad en ciudad, de edificio en edificio, siempre a la busca del
gran sello bajo el que yace Él, transcurrían en un ciclo interminable de días y noches. Seguíamos adelante,
animados por la esperanza y la acuciante urgencia de nuestro objetivo, que vislumbrábamos ante nosotros
más cercano cada vez. El tiempo transcurría monótono. Sin embargo, cada día era diferente del anterior, y
nadie podía predecir lo que nos depararía el siguiente. Cierto es que el barco que habíamos fletado no nos
resultaba tan cómodo como habíamos pensado, ya que nos veíamos obligados a alejarnos de él en bote y
buscar la costa de alguna isla que nos ocultara, para sumergirnos subrepticiamente hasta el fondo. Todo
esto nos disgustaba. A pesar de las precauciones, los componentes de la tripulación hacían más preguntas
cada vez, convencidos que andábamos detrás de algún tesoro escondido y dispuestos a exigirnos su parte,
de modo que se nos hacía difícil evitar sus preguntas y acallar sus crecientes sospechas.
Tres meses duraba ya nuestra busca, cuando hace dos días soltamos el ancla frente a una isla de roca
negra, deshabitada, bastante apartada de las demás. Carecía de vegetación y su aspecto era yermo y
desolado como si hubiera sido arrasada por un incendio. En efecto, parecía un solevantamiento geológico
de roca basáltica, que en algún tiempo debió de emerger a gran altura sobre las aguas, pero que sin duda
había sufrido intensos bombardeos durante la pasada guerra. Dejamos el barco, dimos la vuelta a la isla
negra y nos zambullimos. También allí había una ciudad sumergida, igualmente en ruinas por la acción del
enemigo.
Pero aun en ruinas, la ciudad no estaba deshabitada, y debido a su gran extensión, se veían bastantes
zonas no dañadas. Y allí, en uno de los enormes edificios monolíticos, en el más grande y más antiguo,
descubrimos lo que estábamos buscando. En el centro de una inmensa nave de techo más alto que el de
una catedral, había una gran losa en cuya superficie se veía tallada la figura que había servido de modelo a
los blasones de la residencia de mi tío: ¡el Sello de R’lyeh! Y recogidos ante él, oímos un ruido que brotaba
de abajo, como el movimiento de un cuerpo tremendo y amorfo, inquieto como el mar, agitado por los
sueños... Comprendimos que había llegado al final. Ahora podríamos dedicar una vida inmortal al servicio
de Aquel Que Volverá a Levantarse, del que mora en las profundidades, del que sueña en los abismos y
cuyos sueños significan el dominio de la Tierra y de todos los universos, pues Él necesitará de Ada Marsh y
de mí para aplacar su indigencia hasta que suene la hora de su resurrección.
Escribo a bordo de nuestro barco. Es tarde ya. Mañana bajaremos otra vez, y buscaremos la forma de
levantar el sello. ¿Fueron de verdad los Dioses Arquetípicos quienes precintaron la morada del Gran
Cthulhu para impedir su regreso? ¿Y nos atreveremos nosotros a hacer saltar el sello y comparecer ante la
presencia de El Que Duerme allí? No estaremos solos Ada y yo; pronto habrá otro más, nacido ya en su
elemento natural, para guardar y servir al Gran Cthulhu. Porque hemos oído su llamada y hemos
obedecido, no estamos solos. Otros hay que vienen desde todos los rincones del mundo, nacidos también
del apareamiento de los hombres con las mujeres del mar, y pronto las aguas serán nuestras por entero, y
después la Tierra toda, y más. Y gozaremos del poderío y la gloria para siempre.
Artículo aparecido el 7 de noviembre de 1947 en el Times de Singapur:
La tripulación del barco Rogers Clark ha sido puesta hoy en libertad, después de haber sido
detenida con motivo de la desaparición del señor Marius Phillips y de su esposa, que habían
fletado la citada embarcación para realizar ciertas investigaciones en las islas de Polinesia. El
señor y la señora Phillips fueron vistos por última vez en las proximidades de un islote situado,
más o menos, a 47° 53’ latitud sur, y 127° 37’ longitud oeste. Se habían alejado en bote, y
abordaron la isla por la orilla opuesta a la que estaba fondeado el barco. Al parecer, del islote
se lanzaron al agua, según varios miembros de la tripulación, quienes afirman haber
presenciado un asombroso movimiento de agua en aquella parte de la isla. El capitán, que
estaba en el puente junto con el primer piloto, declaró que ambos vieron cómo su patrón y su
esposa eran lanzados al aire por un géiser, y cómo se sumergieron después. No volvieron a
aparecer, aunque el barco estuvo aguardándoles varias horas. Al registrar la isla, hallaron las
ropas de ambos esposos en el bote. En el sucucho de proa encontraron un manuscrito
fantástico con pretensiones de veracidad, pero que, naturalmente, sólo contiene hechos
ficticios. El capitán Morton dio parte a la policía de Singapur. No se ha encontrado rastro
alguno del matrimonio Phillips...


F I N

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