Philip K.
Dick
Y pensó también
que de estas importantes cosas bellas, la que más rápidamente se olvidaría sería
la música.
Ciertamente que
la música es lo más perecedero, frágil y delicado; y puede ser rápidamente
destruida.
Labyrinth se
preocupaba mucho. Amaba la música y no podía acostumbrarse a que un día no
existieran Brahms ni Mozart, que no se pudiera disfrutar de la música de cámara,
suave y refinada, que hace pensar en las pelucas, en los arcos frotados con
resma, en las velas que se derretían en la semioscuridad.
El mundo sería
seco y lamentable sin la música. Árido e inaguantable. De esta forma comenzó a
concebir la idea de la Máquina Preservadora.
Una noche,
sentado cómodamente en su butaca escuchando el suave sonido de su tocadiscos, se
le presentó una extraña visión. Vio, con los ojos de la mente, la última copia
de un trío de Schubert, estropeada y casi ilegible, abandonada en un lugar
oscuro, probablemente un museo.
Un bombardero
sobrevolaba. Las bombas caían, convirtiendo al edificio en ruinas, derrumbando
las paredes, que se desmoronaban, dejando sólo escombros. En el desastre, la
última copia desaparecía perdida entre las ruinas, para pudrirse y
desaparecer.
Y luego,
siempre en la imaginación de Doc Labyrinth, observó cómo la partitura surgía de
entre las ruinas como lo haría un animal enterrado, con garras y dientes
aguzados, con furiosa energía.
- ¡Ah, si la
música pudiera tener esa facultad, el instinto de supervivencia de ciertos
insectos y otros animales! ¡Cómo cambiarían las cosas si la música se pudiera
transformar en seres vivos, animales con garras y dientes! Entonces podría
sobrevivir.
Si sólo se
pudiera inventar una Máquina, una Máquina que procesara las partituras
musicales, convirtiéndolas en cosas vivas.
Pero Doc
Labyrinth no era mecánico. Logró unos pocos bosquejos aproximativos que envió a
varios laboratorios de investigación. La mayoría estaban demasiado atareados con
los contratos para el ejército, por supuesto. Pero al fin logró algo de lo que
deseaba. Una pequeña universidad del Medio Oeste quedó encantada con sus planes
e inmediatamente comenzaron a trabajar en la construcción de la
Máquina.
Las semanas
pasaron. Al fin Labyrinth recibió una postal de la universidad. La Máquina
estaba saliendo bien. La habían probado haciendo procesar dos canciones
populares. ¿Cuáles fueron los resultados? Surgieron dos pequeños animales, del
tamaño de ratones, que corrieron por el laboratorio hasta que el gato se los
comió. Pero la Máquina había trabajado a la perfección.
Se la enviaron
poco después, cuidadosamente embalada en un armazón de madera, sujeta con
alambres y con un seguro que cubría todos los riesgos.
Estaba muy
nervioso cuando comenzó a trabajar, quitándole las tablillas. Muchas ideas
debieron de haber pasado por su mente cuando ajustó los controles y se preparó
para la primera transformación. Había seleccionado una partitura maravillosa
para comenzar, la del Quinteto en sol menor, de Mozart.
Durante un rato
estuvo hojeándola, absorto en sus pensamientos. Luego se dirigió a la Máquina y
la echó dentro.
Pasó el tiempo.
Labyrinth se mantuvo parado muy cerca, esperando nervioso y aprensivo, sin saber
qué seria lo que hallaría al abrir el compartimiento. Estaba realizando una gran
labor, según su idea, al preservar la música de los grandes compositores para la
eternidad. ¿Cómo sería gratificado? ¿Qué hallaría? ¿Qué forma adoptaría esto
antes de que todo hubiera pasado?
Muchas
preguntas no tenían aún respuesta. Mientras meditaba, la luz roja de la Máquina
centelleaba. El proceso había concluido, la transformación se había efectuado.
Abrió la portezuela.
- ¡Dios mío! -
fue su exclamación - Esto es verdaderamente extraño!
De la máquina
salió un pájaro, no un animal. El pájaro mozart era pequeño, bello y esbelto,
con el magnífico plumaje de un pavo real. Voló un poco alrededor del cuarto y se
volvió hacia él, curiosamente amistoso. Temblando, Labyrinth se inclinó,
extendiendo la mano. El pájaro mozart se acercó. Entonces, súbitamente, remontó
el vuelo.
- Sorprendente
- murmuró. Llamó dulcemente al pájaro, esperando pacientemente hasta que
revoloteó hasta él. Labyrinth lo acarició durante un largo
rato.
¿Cómo sería el
resto? No podía adivinarlo. Cuidadosamente levantó al pájaro mozart y lo colocó
en una caja.
Al día
siguiente se sorprendió aún más al ver salir al escarabajo beethoven, serio y
digno. Era el escarabajo que había visto trepar por la manta, concienzudo y
reservado, ocupado en sus cosas.
Después vino el
animal schubert. Era un animalito tontuelo y adolescente, que iba de uno a otro
lado, manso y juguetón.
Labyrinth
interrumpió su trabajo para dedicarse a pensar.
¿Cuáles eran
los factores de la supervivencia? ¿Eran las plumas mejores que las garras y los
dientes? Labyrinth estaba sumamente asombrado. Había esperado obtener un
ejército de criaturas recias y peleadoras, equipadas con garras y duros
carapachos, listas a morder y patear. ¿Las cosas le estaban saliendo bien? Y,
sin embargo, ¿quién podía decir que era lo mejor para la supervivencia? Los
dinosaurios habían sido poderosos, pero ninguno estaba
vivo.
De todas
formas, la Máquina se había construido. Era demasiado tarde para plantearse
otros problemas.
Labyrinth
prosiguió dándole a la Máquina la música de muchos compositores, uno tras otro,
hasta que los bosques que se hallaban cerca de su casa se llenaron de criaturas
que se arrastraban y balaban, gritando y haciendo todo tipo de
ruidos.
Muchas rarezas
fueron saliendo, criaturas todas que lo asombraron y llenaron de estupefacción.
El insecto brahms tenía muchas patas que salían en todas direcciones; era un
miriápodo grande y de forma aplanada. Bajo y achatado, estaba cubierto de una
pelambre uniforme. Al insecto brahms le gustaba andar solo, y prontamente se
alejó de su vista, preocupándose por eludir al animal Wagner, que había salido
unos instantes antes.
Este era
grande, y tenía muchos colores profundos. Parecía tener un humor de mil diablos,
y Labyrinth se atemorizó un poco, tal como les sucedió a los insectos bach.
Estos eran animalitos redondos, una gran cantidad de ellos, que se obtuvieron al
procesar los cuarenta y ocho preludios y fugas. También estaba el pájaro
stravinsky, compuesto por curiosos fragmentos, y muchos
otros.
Los dejó
sueltos, para que se acercaran a los bosques, y allí se fueron. saltando,
brincando y rodando. Pero un extraño presentimiento de fracaso le atenazaba.
Cada una de estas extrañas criaturas le maravillaba más y más. Parecía no tener
ningún control sobre los resultados. Todo esto estaba fuera de su dominio,
sujeto a alguna extraña e invisible ley que se había enseñoreado sutilmente de
la situación, y esto le preocupaba sobremanera. Las criaturas mutaban a raíz de
la acción de una extraña fuerza impersonal, fuerza que Labyrinth no podía ver ni
comprender. Y que le daba mucho miedo.
Labyrinth dejó
de hablar. Esperé un rato, pero no parecía tener deseos de continuar. Me volví a
mirarlo. Me estaba contemplando en una forma extraña y
melancólica.
- Realmente no
sé mucho más. No he vuelto a ir allí desde hace mucho tiempo. Tengo miedo de ver
lo que sucede en el bosque. Sé que está pasando algo,
pero...
- ¿Por qué no
vamos juntos a ver qué pasa?
Sonrió
aliviado.
- ¿Realmente
piensas así? Imaginé que tal vez lo sugerirías, puesto que todo me está
comenzando a resultar demasiado duro de afrontar - echó a un lado la manta,
sacudiéndose -. Vamos, entonces.
Bordeamos la
casa, y seguimos un estrecho sendero que nos llevó hacia el bosque. Tenía un
aspecto salvaje y caótico, con malezas demasiado crecidas y una vegetación que
no había recibido cuidados en largo tiempo.
Labyrinth fue
hacia adelante, apartando las ramas, saltando y retorciéndose para abrirse
camino.
- ¡Qué lugar! -
comenté.
Seguimos
andando durante un rato bastante largo. El bosque estaba oscuro y húmedo; ahora
era casi la hora del crepúsculo y sobre nosotros caía una fina niebla que se
desprendía de las hojas situadas sobre nuestras cabezas.
- Nadie viene
aquí - El doctor se quedó súbitamente de pie, mirando a su alrededor. - Tal vez
sea mejor que vayamos a buscar mi escopeta. No quiero que suceda nada
irreparable.
- Pareces estar
muy seguro de que las cosas han escapado a tu control - me llegué hasta donde
estaba y nos quedamos parados hombro con hombro. - Tal vez las cosas no estén
tan mal como piensas.
Labyrinth miró
alrededor. Movió la hojarasca con su pie.
- Están cerca
de nosotros, por todos lados. Observándonos. ¿No lo
sientes?
Asentí, en
forma casi casual.
- ¿Qué es
esto?
Levanté un
extraño montículo, del cual se desprendían restos de hongos. Lo dejé caer y lo
aparté con el pie. Quedó en el suelo, un montoncito informe y difícil de
distinguir, casi enterrado en la tierra blanda.
- Pero, ¿qué
es? - pregunté nuevamente. Labyrinth se quedó mirándolo, con una expresión tensa
en el rostro.
Comenzó a
golpearlo suavemente con el pie. Me sentí súbitamente
incómodo.
- ¿Qué es, por
amor de Dios? - dije -. ¿Sabes tú?
Labyrinth
volvió lentamente los ojos hacia mí.
- Es el animal
schubert - murmuró -. O mejor dicho, lo fue. Ya no queda mucho de
él.
El animalito,
que una vez había saltado y brincado como un cachorrillo, tontuelo y juguetón,
yacía en el suelo. Me incliné y aparté unas ramas y hojas que se adherían a
él.
No cabía duda
de que estaba muerto. La boca estaba abierta, y el cuerpo había sido totalmente
desgarrado. Las hormigas y las sabandijas lo habían atacado sañudamente.
Comenzaba a oler mal.
- Pero ¿qué
pasó? - dijo Labyrinth. Movió tristemente la cabeza -. ¿Quién pudo
hacerlo?
Durante un
momento quedamos en silencio. Luego vimos moverse un arbusto y pudimos
distinguir una forma. Debía de haber estado allí todo este tiempo,
observándonos.
La criatura era
inmensa, delgada y muy larga, con ojos intensos y brillantes. Me pareció
bastante semejante al coyote, pero mucho más pesado. Su pelambre era manchada y
espesa. El hocico se mantenía húmedo y anhelante mientras nos miraba en
silencio, estudiándonos como si le sorprendiera enormemente que nos halláramos
allí.
- El animal
wagner - dijo Labyrinth -. Pero está muy cambiado. Casi no lo
reconozco.
La criatura
olfateó el aire. Súbitamente volvió hacia las sombras y un momento después se
había ido.
Nos quedamos
absortos durante un rato, sin decir nada.
Finalmente
Labyrinth se estremeció.
- Así que esto
es lo que sucedió - dijo -. Casi no puedo creerlo. Pero... ¿por qué, por
qué?
- Adaptación -
le dije -. Cuando echas de tu casa a un perro o a un gato doméstico, se vuelve
salvaje.
- Sí -
contestó. - Un perro vuelve a ser lobo. Para mantenerse vivo. La ley de la
jungla. Debí haberlo supuesto. Sucede siempre.
Miró hacia
abajo, hacia el lamentable cadáver en el suelo. Luego alrededor, hacia los
silenciosos matorrales. Adaptación. O tal vez algo peor. Una idea se estaba
formando en mi mente, pero nada dije.
- Me gustaría
ver más. Echar una ojeada a los otros. Busquemos.
Estuvo de
acuerdo. Comenzamos a investigar la posible existencia de animales a nuestros
alrededor, apartando ramas y hojas.
Hallé y empuñé
una rama, pero Labyrinth se puso de rodillas, palpando y observando el suelo
desde bien cerca.
- Aun los niños
se transforman en animales - le comenté -. ¿Recuerdas los casos de los niños
lobos de la India? Nadie podía creer que alguna vez fueron
normales.
Labyrinth
asintió calladamente. Se sentía muy triste, y no era difícil darse cuenta de por
qué.
Se había
equivocado, su idea original había sido errada, y ahora se hallaba frente a las
consecuencias de su error. La música podía transformarse en animales vivos, pero
había olvidado la lección del Paraíso Terrenal.
Una vez que
algo tomaba vida comenzaba a tener una existencia independiente, dejando de ser
una propiedad de su creador y moldeándose y dirigiéndose tal como lo
desea.
Dios,
observando el desarrollo del hombre, debe de haber sentido la misma tristeza, y
la misma humillación, tal como Labyrinth, ver que sus criaturas se modificaban y
cambiaban para enfrentarse a las necesidades de
sobrevivir.
El hecho de que
sus animales musicales podrían defenderse ya no quería decir nada para él,
puesto que la razón por la cual las había creado, impedir que las cosas bellas
se brutalizaran, estaba sucediendo ahora en ellas mismas.
Labyrinth me
miró, con ojos llenos de tristeza. Había asegurado su supervivencia, pero al
hacerlo había destrozado el significado o los valores de tal acción. Traté de
sonreírle para alentarlo, pero retiró la mirada.
- No te
preocupes demasiado - le dije -. No fue un cambio demasiado grande el que
experimentó el animal Wagner. Siempre fue un poco así, brusco y temperamental,
¿verdad? ¿No sentía cierta atracción por la violencia?
Me interrumpí
bruscamente. Labyrinth había dado un salto, retirando apresuradamente su mano
del suelo. Se apretó la muñeca, gimiendo de dolor.
- ¿Qué te pasa?
- me apresuré a preguntarle mientras me acercaba. Temblando, me mostró su mano
pequeña -. Pero ¿qué te sucede?
Le tomé la
mano. Por el dorso se extendían unas marcas rojas, como tajos, que se hinchaban
bajo mis ojos. Había sido mordido o aguijoneado por un animal. Miré hacia abajo,
pateando el césped.
Algo se movió.
Vi correr hacia los arbustos a un animalito redondo y dorado, cubierto de
espinas.
- Atrápalo -
dijo mi amigo. ¡Pronto!
Lo perseguí,
con mi pañuelo en ristre, tratando de eludir las espinas. La esfera rodaba
frenética, procurando esquivar mi maniobra, pero finalmente lo atrapé con el
pañuelo.
Labyrinth se
quedó mirando la forma en que se retorcía atrapado. Me puse de
pie.
- Casi no puedo
creerlo. Va a ser mejor que regresemos a casa.
- ¿Qué es? - le
pregunté.
- Uno de los
insectos bach. Pero está tan cambiado que casi no puedo
reconocerlo...
Nos dirigimos
otra vez hacia la casa, retomando nuestro camino por el sendero, a tientas en la
oscuridad. Yo abría el paso, echando a un lado las ramas. Labyrinth me seguía,
silencioso y triste, frotándose la mano dolorida.
Entramos al
patio y subimos la escalera del fondo hacia el porche. Labyrinth abrió la puerta
y pasamos a la cocina. Encendió la luz y se dirigió hacia el fregadero, para
lavarse la mano.
Tomé una jarra
vacía del aparador, y dejé caer dentro al insecto bach. La esfera dorada rodaba
de uno a otro lado cuando le ajusté la tapa. Me senté a la mesa. Ninguno de los
dos decía palabra alguna, mientras Labyrinth seguía en el fregadero, dejando
correr agua sobre su mano herida...
Yo, mientras
tanto, seguía mirando a la esfera dorada, en sus infructuosos intentos por
escapar.
- Y bien - dije
finalmente.
- No hay la
menor duda - Labyrinth se acercó y se sentó a mi lado. - Ha sufrido una
metamorfosis. Antes no tenía espinas ponzoñosas, ¿sabes? Menos mal que tuve
cuidado cuando me decidí a desempeñar el papel de Noé.
- ¿Qué quieres
decir?
- Tuve buen
cuidado de que fueran híbridos... No se podrán reproducir. No habrá una segunda
generación. Cuando estos ejemplares mueran, todo se habrá
acabado.
- Debo decirte
que me alegro que hayas tenido eso en cuenta.
- Me pregunto -
murmuró Labyrinth - cómo sonará ahora, tal cual está.
- ¿Cómo
dices?
- La esfera. El
insecto bach. Esa es la verdadera prueba, ¿no es así? Puedo volverlo a meter en
la Máquina. Así veremos. ¿Quieres averiguar qué sucederá?
- Lo que tú
digas - le contesté -. Después de todo, es tu experimento. Pero no te ilusiones
demasiado.
Levantó la
jarra cuidadosamente y nos dirigimos escaleras abajo, en dirección al sótano.
Divisé una inmensa columna de metal opaco, que se levantaba en una esquina,
cerca del lavadero. Una extraña sensación me recorrió. Era la Máquina
Preservadora.
- Así que ésta
es - dije.
- Sí, ésta es -
Labyrinth manipuló los controles y estuvo ocupado con ellos durante un largo
rato. Luego, tomando la jarra, la dio la vuelta y, abriendo la tapa, dejó caer
al insecto dentro de la Máquina. Labyrinth cerró la
portezuela.
- Ahora veremos
- dijo. Accionó los controles y la Máquina comenzó a andar. Labyrinth se cruzó
de brazos, y nos dispusimos a esperar. Fuera se hizo de noche cerrada, sin una
pizca de luz. Finalmente se encendió un indicador de color rojo que se hallaba
en el tablero de la Máquina.
Mi amigo giró
la llave hacia la posición de desconexión, y nos quedamos en silencio. Ninguno
de los dos deseábamos abrir la Máquina.
- Bien - dije
finalmente -. ¿Quién va a abrir y a mirar?
Labyrinth se
estremeció. Metió la mano en una ranura y sus dedos extrajeron un papel con
notas.
- Este es el
resultado. Podemos ir arriba y tocarlo.
Nos dirigimos
al cuarto de música. Labyrinth se sentó frente al piano de cola y yo le pasé la
hoja. La abrió y la estudió durante un minuto, con una cara inexpresiva. Luego
comenzó a tocar.
Escuché la
música. Era espantosa. Nunca había oído nada igual. Era distorsionada y
diabólica, sin ningún sentido o significado, excepto, tal vez, una rara
familiaridad que jamás debió haber estado presente en algo
así.
Sólo con gran
esfuerzo era posible imaginar que alguna vez había sido una fuga de Bach, parte
de una serie de composiciones magníficamente ordenadas y
respetables.
- Esto es lo
decisivo - dijo Labyrinth. Se puso de pie, tomo la hoja de música y la rompió en
mil pedazos.
Cuando nos
dirigíamos hacia el lugar donde había dejado mi automóvil, le
dije:
- Tal vez la
lucha por la supervivencia sea una fuerza mayor que cualquier ética humana. Hace
que nuestras preciosas reglas morales y nuestros modales parezcan algo fuera de
lugar.
Labyrinth
estuvo de acuerdo.
- Tal vez nada
pueda hacerse para salvar tales costumbres y tales reglas
morales.
- Sólo el
tiempo puede ser capaz de responder a esa pregunta - le contesté -. Tal vez este
método falló, pero otros pueden tener éxito. Es posible que algo que no podernos
predecir o prever en estos momentos pueda surgir algún
día.
Le di las
buenas noches y subí a mi automóvil. Estaba completamente oscuro; la noche había
descendido sobre nosotros.
Encendí los
faros y comencé a recorrer la carretera conduciendo en plena oscuridad. No había
otros vehículos a la vista. Estaba solo y sentía mucho frío. En una curva
disminuí la marcha, para cambiar de velocidad.
Algo se movió
cerca de la base de un sicomoro enorme, en plena oscuridad. Traté de determinar
qué era.
En la parte
inferior de un árbol, un escarabajo muy grande estaba construyendo algo,
poniendo un poco de barro cada vez, para dar forma a una extraña estructura. Me
quedé observando al animal durante un largo rato, asombrado y curioso, hasta que
finalmente notó mi presencia y dejó de trabajar. Se dio la vuelta rápidamente,
entró en su pequeño edificio, haciendo sonar la puerta al cerrarla firmemente
tras él.
Me alejé
rápidamente.
FIN
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